www.cubaencuentro.com Viernes, 11 de julio de 2003

 
  Parte 2/2
 
¿Es esto la felicidad?
Todo tiene un límite: La muerte en la plástica cubana posterior a 1959.
por CARMEN PAULA BERMúDEZ, Graz
 

Hacia fines de la década del ochenta la muerte va mostrando un rostro más ligado a la reflexión político-social, en obras y actuaciones de artistas emergentes. La etapa práctica (1989), instalación de Glexis Novoa, no sólo parodiaba las escenografías conmemorativas del socialismo mundial, denunciaba el sacrificio colectivo en nombre de una ideología cuando yuxtapone chorros de pintura roja a la retratística "oficial". En igual fecha, Carlos Rodríguez Cárdenas se retrata con el cuerpo pintado de líneas negras (a la manera de un muro), el dibujo de un esqueleto sobre el tórax y frases como "Yo no existo, sólo mi intención", mostrándose cual bicho raro aplastado por el peso de las consignas. Toda esta herencia antropológica, la vinculada al ritual "primitivo" y la que tiene que ver con la anulación de la persona dentro de los procesos masificatorios, va a ser continuada por Tania Brugueras, quien acude en vídeos y performances a la repetición, la inmovilidad y el silencio como expresiones contemporáneas de muerte.

El drama de la emigración de los cubanos a través del mar ha dado pie a numerosos artistas de la Isla para tratarle de diversas maneras, aludiendo a sus traumas y principal peligro: la pérdida de la vida. Alexis Leyva (Kcho), por ejemplo, ha hecho del mar con su azarosa travesía el centro mismo de su poética escultórica; mientras Manuel Piña, en su serie fotográfica Aguas baldías (1992-94), y Saidel Brito, en su conjunto cerámico Emigración Voisin (1994), prefieren abordar el asunto más elípticamente dejando que la fatalidad salga a flote poco a poco. Al mismo tiempo, el pintor-dibujante autodidacta Eduardo Zarza Guirola recoge tipos y costumbres de la isla de Cuba durante el actual "período especial".

La mirada de Guirola, al ser radiográfica, lo que descubre es una población de muertos vivientes homogeneizados por "la pelona" —todos son esqueletos— y calcificados por determinado ritual social —ellos se lavan los dientes, buscan el pan, hacen la cola de la guagua y pueden incluso tener bonitos sueños. Con su danza macabra, el pintor se emparienta con el humorismo del mexicano Posada y de Rafael Blanco: poesía tímida y sencilla, que transforma gracias al choteo la antigua iconografía europea del morir en tragicomedia del presente, recordándonos —a buena hora— que todo tiene un límite.

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