www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 1/2
 
¿Es esto la felicidad?
Todo tiene un límite: La muerte en la plástica cubana posterior a 1959.
por CARMEN PAULA BERMúDEZ, Graz
 

Basta echar un vistazo al arte cubano desde los sesenta hasta hoy para advertir la presencia de la muerte —y lo muerto— de manera recurrente.

A. Eiriz
Sin título (Antonia Eiriz).

En la pintura de vanguardia de la época republicana (1902-1958) también estuvo la muerte, pero encontrarle nos obliga a rastrear en la producción de unos artistas que tenían especial interés en crear una imagen del hombre y del paisaje cubanos colorista y festiva. A no ser que se recurra a excepciones: Fidelio Ponce y Rafael Blanco. Con su óleo Un novato en la otra vida (1920), Blanco ofrece la primera interpretación moderna del ars morendi medieval, con sus esqueletos protagonizando una escena de ultratumba. Si Ponce constituye una rareza dentro de la vanguardia es porque logra enfrentarnos psicológicamente a la muerte, ahora convertida en sustancia universal capaz de constituir-desintegrar.

En los años inmediatamente posteriores al triunfo de la revolución, comienzan a ser numerosas las alusiones mortuorias dentro de la plástica, una suerte de arte del desvío respecto al discurso que conviene al poder. Chago Armada dedica una serie de dibujos a Mi amiga la muerte (1963), tratándole con sabiduría y cariño, mientras Umberto Peña recrea en clave pop imágenes anatómicas, disecciones de cadáveres, para la revista Casa de las Américas. Si en ellos prevalece el humor, en la pintura de Antonia Eiriz y de Ángel Acosta aflora una conciencia trágica de la existencia, que encuentra en la monstruosidad corporal y la oxidación de los objetos —respectivamente— sus mejores correlatos.

A inicios de "la década gris" Rafael Zarza realiza litografías a color en donde reses muertas, calaveras bovinas, conforman una visión simbólica de la historia, la cual va descarnando a sus protagonistas y se ofrece como fábula siniestra para comprender mejor el presente (Torturas, 1973; Taurorretratos, 1974-76). Cuando se observan los retratos de patriotas, líderes de la revolución, científicos, deportistas, producidos abundantemente durante los setenta, se ven seres de goma, muñecos sostenidos por una vida artificial; como el personaje de Tolstoi frente al cielo, uno se pregunta: "¿Es esto la felicidad?".

En 1982, la artista cubanoamericana Ana Mendieta grabó siluetas femeninas relacionadas con deidades indígenas del Caribe en el interior de cuevas en Jaruco, en la provincia La Habana. En estos trabajos, como en toda su poética, está la idea de la vida como eterno ciclo de nacimiento-muerte-resurrección. Ella inspiró la obra de José Bedia y Juan Francisco Elso, entre otros artistas de la Isla, nucleados un año antes en la exposición Volumen 1 y también interesados en el estudio de cosmogonías no-occidentales, antiguas culturas americanas y ritos afrocubanos, donde lo fúnebre es un concepto ineludible. En muchos dibujos de Bedia de esta época aparece representado un poder sobrehumano, capaz tanto de actos propiciatorios como destructivos. Elso trabajó en un gran proyecto —inconcluso por su fallecimiento en 1988— inspirado en la filosofía maya. Había allí una enorme máscara de la muerte (El rostro de Dios), confeccionada con ramas, arena volcánica, etc., y que debía ayudar al conocimiento propio de quien la portase. Dentro de la misma generación, Rubén Torres Llorca y Martha María Pérez comienzan a teatralizar lo agónico. El primero, con sus esculturas de mártires ensangrentados por la mutilación, colocados en pequeños sets barrocos; la segunda, con sus autorretratos fotográficos que documentan el proceso de su maternidad y tratan de exorcizar —a través de la palabra y el acto representativo— los peligros que rondan al nacimiento (Para concebir, 1987-88).

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