www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
   
 
Teatro como rito
Como parte del XVIII Festival Internacional de Teatro Hispano, la actriz Vivian Acosta protagonizó en Miami el monólogo 'La virgen triste'.
por ALEJANDRO RíOS, Miami
 

Hace poco más de un año, de visita en el Seminario de San Carlos en Cayo Hueso, Florida, una empleada que organizaba ciertas fotos me las mostró por simple gentileza y pude constatar, embelesado, que se trataba de la exhumación de los restos de la poeta Juana Borrero, en el cementerio de la localidad, por un grupo no identificado de exiliados cubanos, presumiblemente entre los años setenta y ochenta, según revelaban sus atuendos. La escritora y pintora había muerto, exiliada de otra opresión, en Cayo Hueso a la edad de 18 años.

La virgen triste
Vivian Acosta, escena de La virgen triste.

Hace apenas unos días la soberbia actriz cubana residente en España, Vivian Acosta, resucitó para Miami a la Borrero en el monólogo La virgen triste, como parte del XVIII Festival Internacional de Teatro Hispano.

Dos días antes, el director del Festival, Mario Ernesto Sánchez, me la había presentado e intercambiamos el protocolo de rigor entre cubanos de la diáspora: año de salida, destino, nostalgias y alegrías. Me dijo que en España el exilio se sentía duro.

Su transformación sobre el escenario la noche del evento tuvo algo de magia negra. Desde que las luces revelaron la penumbra como presencia, nunca más estuvimos en el mundo de los vivos. Acosta llegó en un tren y sobre el andén-escenario descendieron Juana Borrero y una anciana espectral, parte bruja resabiosa, parte alter ego reflexiva, todas en un mismo cuerpo con la capacidad de desafiar las más inquietantes posesiones. Los dos personajes no le dieron tregua ni paz a la actriz, quien entró en un trance consciente, incapaz de exorcizar los aviesos espíritus.

Afuera, Miami ejecutaba su limpieza de lluvia a cántaros, pero dentro del Teatro Avante fue como el día que paralizaron la tierra. En medio del silencio expectante, el sonido de una respiración casi infartada, de última exhalación, comenzó a co-protagonizar la puesta, junto al espíritu impertinente y casi arrepentido de haber invocado a la poeta muerta, danzando su pasado de amor insatisfecho por entre las velas del escenario.

Un intercambio lúdico entre el fuego real y el otro que quema las entrañas; el vigor físico de una contorsionista cubista y la mirada insondable del fantasma que no quiere desvanecerse, hacen de La virgen triste y de su soberana dueña, casi un tándem de kabuki tropical.

Durante el tiempo atribulado de la obra, escrita por Elizabeth Mena a partir de la correspondencia y la poesía de Juana Borrero, desaparece la mujer serena que conocí accidentalmente aquella tarde en Homestead, al sur de la Florida, durante una función para niños del mismo Festival de Teatro. Los frágiles restos que vi en las fotos de Cayo Hueso, sin embargo, regresaron a la vida en un ritual nigromántico.

Al terminar el monólogo, hubo una breve pausa de desconcierto antes de escucharse los aplausos. El público parecía respirar otra vez al regresar al mundo real. Ocurrió, entonces, una sesión de diálogo donde Acosta explicó la esencia de su entrenamiento, que tiene como sustento los ritos de la religión afrocubana. También habló de otra serie de ejercicios físicos que realizaba de manera rutinaria, pero lo más singular de la conversación resultó ser su insistencia en cifrar el trabajo del actor en un sano control de los exabruptos del ego.

Dos días antes, Vivian Acosta había ofrecido un taller en el grupo de teatro estudiantil Prometeo, del Miami-Dade College, donde llevó su idea del teatro ritual, en trance, poniendo como condición que todos los alumnos se vistieran de blanco. Todo hace presumir que fue una experiencia enriquecedora porque casi al finalizar la conversación, a propósito del estreno de La virgen triste, un alumno argentino de Prometeo la felicitó y le agradeció sus enseñanzas.

La cultura cubana, como dijo cierta vez en Miami el escritor Antonio José Ponte, se anotaba otra tanto en su involuntario deseo imperial de conquistar el mundo.

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