Boleristas de Alemania, Japón, Italia, España, Ecuador, Costa Rica o Perú, entre otros países de rica tradición en el cultivo de este género, estuvieron presentes en el XVII Festival Internacional Boleros de Oro. Cuba, como gran anfitriona, aportó el lugar de las exequias, y al igual que en años anteriores, fue representada por la crema y nata de la bolerística nacional, voces, nombres que han hecho historia y hoy son objeto de culto en todo el universo. Digamos María Elena Pena, Ela Calvo, Elizabeth de Gracia, Alfredo Martínez, Luis Díaz o Mundito González, junto a muchos más cuya mención resultaría abusiva.

Elena Burke y Benny Moré.

"Este es un festival tan importante como el de jazz de Nueva Orleans", había declarado a la prensa un tal Pato Torres, famoso cantante ecuatoriano que vino a La Habana con la delegación de Costa Rica, en vuelo gratis, donado por Cubana de Aviación.

Lúcido dictamen el del Pato, sin duda. Y eso que seguramente no sabe de la misa la mitad. Por ejemplo, tal vez ignoraba al llegar que la nueva edición del Boleros de Oro estaría adornada con ribetes de evento científico.

Y de qué manera: decenas de sesudos, expertos, profesores universitarios, se reunieron ahora en torno al ataúd del bolero para poner de manifiesto, dicen, el creciente interés académico por una expresión musical que es representativa de la idiosincrasia iberoamericana.

Caramba, esto sí se llama querer. Los amantes del género celebramos el acontecimiento deshojando blancas margaritas, bajo el juramento de guardar alma con alma las imágenes de tan añorado encuentro. No es para menos, con la de lágrimas negras que en vano hemos derramado durante dos veces veinte años ante tanta ausencia, tristeza y olvido, provocados por el vendaval sin rumbo que después de la última noche hizo que el señor bolero trasladara las perlas de su boca hacia allí donde tú sabes, dejándonos en el cuartico, entre tinieblas, expuestos al delirio de nuestro fiel enamorado, locos con frenesí y con las flores negras del odio, la obsesión, el hambre de amor, los plazos traicioneros, las goticas de dolor y el puro teatro del quizás, quizás.

Alguien dijo una vez que el son se había ido de Cuba. Pero no, estaba aquí, sólo que enterrado vivo. Por eso nadie lo veía. Luego se supo la verdad cuando vinieron los de afuera y lo desenterraron. Al bolero, en cambio, no acaban de aparecerle ni sentencias ni desenterramientos. Es el dolor sin perdón de nuestra cultura. Y para mal de males, con proliferación de madrastras y padrastros asociados en los últimos tiempos a la industria turística.

Marginado, abolido y deshecho por quienes pretendían barrer los vicios del pasado y terminaron barriéndolo todo menos los vicios, el bolero llegó a ser pieza obsoleta en su país natal durante casi treinta años. Aquel regusto a vitrola lo marcó desde el primer día. Luego fue situado en cuarentena bajo la acusación de machista. Y para rematar, sucedió que no encajaba, no podía encajar en el proyecto de los fabricantes del hombre nuevo. Por motivos obvios: su filiación con los nostálgicos, los fatales, los que sufren por amor, los machos tristes que no lloran, y los que lloran pero no transigen, los perdidos que resultan perdidos por las perdidas, en fin, todo lo que somos todos cada vez que nos acodamos en la punta oscura de la barra para el repite y pon, mientras se enhebra sola, entre humo y espumas, la eterna filosofía del café con leche.