www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 2/2
 
La cruz de Celia
La Reina fue un ejemplo de la Cuba posible: la imagen de un exilio que mira hacia el futuro.
por ALEJANDRO ARMENGOL, Miami
 

¿Por qué ese empecinamiento con Celia? No es sólo porque fue un "icono" del "enclave contrarrevolucionario del Sur de la Florida". Hay más. Representó al exilio, a la Cuba de los años 50, pero ella misma superó esa imagen. Celia en realidad es un ejemplo de la otra Cuba, o mejor dicho: un ejemplo de la Cuba verdadera, no sólo de la Cuba posible. Durante muchos años su nombre fue borrado del panorama musical reconocido por el gobierno de la Isla, y trataron de catalogarla como una figura del pasado, del país desaparecido tras el primero de enero de 1959. Celia, sin embargo, no se anquilosó en la guaracha prerrevolucionaria, y saltó a la salsa y a cuanto ritmo surgió posteriormente y extendió su repertorio para incluir piezas latinoamericanas. Resultó el paradigma de las posibilidades de una música popular cubana que no tenía que aferrarse a glorias pasadas. Su muerte, a pocos días de diferencia de la de Compay Segundo, sirve para establecer un contraste que va más allá de las fronteras musicales.

No se trata de comparar artistas, aunque en justicia Celia supera al músico santiaguero en versatilidad, potencia y registros de voz y repertorio. Lo curioso —por no decir patético— es que Compay Segundo alcanzara la fama mundial casi a las puertas de la muerte, luego de vivir olvidado por muchos años, de haber abandonado su carrera musical por el oficio de tabaquero y de malgastar su talento tocando en recepciones protocolares donde nadie le prestaba atención. Su resurrección, que en nada resta valor a sus méritos interpretativos, fue un fenómeno tanto sociológico y político como musical: una vuelta al pasado. Al país que había olvidado a sus intérpretes de antaño —pese a la propaganda oficial en sentido contrario— llega un extranjero capaz de convertir a unas pocas empolvadas piezas de museo en máquinas de hacer dinero. El resto guarda más relación con el mito que con la calidad artística: el triunfo tras largos años de olvido, el camino de la pobreza a la fama, el renacer cuando todo parecía perdido.

La carrera de Celia fue todo lo contrario. No se limitó a ser una figura local. No se encerró en un restaurante o establecimiento de La Pequeña Habana para cantar nostalgias a exiliados añorando la patria. Ni siquiera vivía en Miami. Era negra y no hablaba inglés, y llegó a Estados Unidos y no optó por el camino más fácil que era quedarse en esta ciudad para vivir del recuerdo. Celia será siempre la imagen del exilio, pero de un exilio que mira hacia el futuro. Su verdadera grandeza no fue, sin embargo, triunfar. Su verdadera grandeza fue no olvidar: fue querer regresar a Cuba, pese a ser más famosa en el extranjero de lo que nunca hubiera sido sin tener que abandonar su país. Esa fue su cruz. ¿Debo decir también que su gloria?

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