www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
  Parte 2/4
 
Retrato hablado de Lezama Lima
El escritor Eliseo Alberto adelanta un fragmento de su libro 'Dos Cubalibres', actualmente en proceso de edición.
 

Trocadero número 162 era una casa a pie de acera con un pequeño patio interior, dos cuartos enanos, una cocina manchada por los humos del kerosén, un oscuro comedor y una sala luminosa que se abría a los pregones de la calle por dos ventanas de hojas anchas. Lezama instauró allí su reino personal, la fortaleza que habría de abrigarlo ante el desencanto y las ráfagas de la soledad. Un ejército de mujeres cuidaría de él, día tras día y noche tras noche: la madre, Rosa Lima Mercado, la nodriza Baldomera, sus hermanas Rosa y Eloisa, su esposa María Luisa Bautista. Ellas eran sus guardianes. Sus amazonas.

Paradiso

A manera de escudos de armas, los cuadros comenzaron a dignificar las paredes. Los libros invadían la estancia. Rodeado de Habanas y habanos, envuelto en el humo de su leyenda, el poeta pisaba sobre la alfombra de las carátulas e iba apisonando los libros en el suelo, como patea un balón el elefante del circo. Escribía a mano sobre una tabla que colocaba entre los brazos de un butacón señorial. Una tabla de maderas crudas donde (si no me equivoco) se leía el logotipo de una marca de cerveza. Una de tres: oso polar, perfil taino, una cabeza de lobo.

Las cuartillas garabateadas caían al piso, otoñales. El fuego consumía el tabaco en el cenicero y a medida que la ceniza ganaba en longitud el puro perdía equilibrio e inclinaba la balanza hacia la punta de la embocadura ensalivada. Así lo recuerdo, descifrando los complicados jeroglíficos de su poética monumental sin pedirle nada a nadie, salvo a Dios (¿será?) para que el asma no viniera a romper el mágico momento en que sus delirios encontraban las palabras justas con las cuales debía elaborar una particularísima y de nuevo indescifrable revelación.

Presumía tres tesoros en la sala: un busto de José Martí, un búfalo de jade y una limosnera argelina. Debe ser un disloque de mi memoria, lo reconozco, pero aquella casa siempre me olió a barbería. A fragancia. Lezama no encajaba en ninguna de las categorías más contagiosas de lo cubano. Abogado de carrera, nunca fue músico ni bailarín ni boxeador ni pelotero ni abakuá ni tiratiros ni buen amante ni alardoso ni loca de carroza ni experto en dominó ni borracho ni bromista ni mira huecos ni sandunguero ni comecandela ni mujeriego. Sólo poeta, oficio devaluado.

De joven, era un notable caminador. Los amigos lo evocan por las calles de libreros y comercios (Obispo, por ejemplo, La Manzana de Gómez, Arcos de Belén, Neptuno, Galeano), marcando el paso al ritmo de los ahogos del asma. Aquellas excursiones por los laberintos de la vieja ciudad se fueron espaciando poco a poco, a medida que la realidad le iba dejando de interesar y prefería refugiarse en un mundo, el suyo, donde se sentía a gusto, dominante y, en lo que cabe, temerario; un universo conformado a partir de la lectura, la sabiduría y la resignación.

"He recordado mucho, hasta convertirla en vivencia, la frase de Nietzsche en el Zaratrustra: el desierto está creciendo. Qué frase para los tiempos que corren",confiesa a su hermana Eloisa en una carta de 1963: "Es el desierto, el desierto que crece indeteniblemente. (...) Si no hay libertad no hay posibilidad, no hay imagen, no hay poesía. Si no hay libertad no puede haber verdad".

El 1 de enero de 1966 ("por la mañana, con menos frío") pone al correo otra carta, ésta para su hermana Rosita: "Yo vivo en la eternidad, en lo que queda al pasar por el espejo. Precisamente lo que no tengo es lo que poseo, el latido de la ausencia... Dicha grande decía en su diario Martí. Sufrir tiene también su dicha, es como si nos desgajásemos y apareciese el ramaje nuevo".

Ramaje. Si antes visitaba a los amigos, de casa en casa, desde mediados de los sesenta cambió de estrategia y comenzó a preferir que los amigos fueran a él, por él, un recurso que le permitía filtrar los afectos, depurarlos, elegirlos. A lo largo de su sedentaria existencia, Lezama fue engordando con tanta progresión que, camino a la muerte en el Hospital Calixto García de La Habana, los enfermeros debieron sacar la camilla por esa única ventana pues, se dice, el poeta no cabía por la puerta.

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