www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
   
 
Cuba en una tecla
Construida en el contacto con África y Europa, Estados Unidos y América Latina, la cultura cubana encuentra en el piano su expresión más cómoda.
por RAFAEL ROJAS, México D.F.
 

En la obra completa para piano de Maurice Ravel, editada por la CBS y ejecutada por Robert Casadesus, hay una pieza que bien podría ser escuchada como una cifra de la sonoridad cubana. Me refiero a la Habanera —en el viejo LP de Odyssey, Columbia, aparece con la graciosa errata de Habañera— compuesta en 1895, cuando el compositor francés sólo tenía 20 años, y luego adaptada como un movimiento de la Rapsodia española. Ravel nació muy cerca de la frontera española de Francia y desde niño se familiarizó con el género de la "habanera" que los indianos gallegos y asturianos popularizaron en el Cantábrico a fines del siglo XIX.

Ernesto Lecuona
Pianista y compositor Ernesto Lecuona.

La Habanera de Ravel, que guarda algunas semejanzas con otras de sus primeras composiciones para piano como la Pavana para una infanta difunta o el Menuet antique, es, además de las de Chabrier y Bizet, otra exploración de ese género hispano en la música decimonónica francesa. Sin embargo, de las tres Habaneras, la de Ravel es la que, por su cadencia y colorido tropicales, se aproxima más, como decíamos, a la sonoridad cubana que asociamos a la contradanza, el danzón y el son. En dos minutos y medio, las cuatro manos de Robert y Gaby Casadesus crean un universo rítmico que nos resulta demasiado familiar.

Esta sensación de cercanía se debe a que los dos grandes referentes del piano cubano, Ignacio Cervantes y Ernesto Lecuona, produjeron una obra genealógicamente conectada con Ravel. Cervantes, treinta años mayor, estudió en el Conservatorio de París con músicos románticos como Marmontel y Alkán, a quienes Ravel, de la mano de Fauré y Debussy, intentaría negar en su juventud. Pero en sus días parisinos, Cervantes debió conocer y admirar la muy española obra orquestal y para piano de Emmanuel Chabrier, quien, según Ravel, lograba una suerte de alquimia entre las tradiciones del barroco francés de Rameau y Couperin, y del romanticismo centroeuropeo de Liszt y Chopin. Algo de Chabrier hay en Fusión de almas, Serenata Cubana y Entreacto Capricho, de Cervantes.

En 1913, Ravel dedicó a su admirado maestro la pieza  La Maniére de Chabrier en la que el tono rítmico y percutivo del piano, la atmósfera española y el tema romántico remiten a la juvenil Habanera y hacen recordar algunas danzas de Cervantes como Ilusiones perdidas, La glorieta, Interrumpida, Soledad o Lejos de tí. Lecuona, en cambio, nació el año en que Ravel compuso su Habanera y se formó escuchando a los grandes maestros románticos e impresionistas. En algunos de sus valses, como Vals Gitano, Parisiana y Musseta, Lecuona intentó compensar la ascendencia vienesa del género con acercamientos al Ravel de los Valses nobles et sentimentales. Pero también en algunas de sus danzas, como ¡No hables más!, ¿Por qué te vas?, Arabesque y Los Minstrels, el gran compositor cubano no sólo hizo guiños a Ravel —quien, al igual que Gershwin, llegó a expresarle su admiración— sino a Debussy e, incluso, a Stravinsky.

El piano es un instrumento que conjuga, como ningún otro, ritmo y armonía, percusión y melodía. Cervantes y Lecuona aprovecharon esa confluencia de virtudes, tan cara al Erik Satie de las Gymnopédies, para cifrar la sonoridad cubana: un verdadero misterio, un auténtico milagro que debemos tanto a la cadencia como al lirismo. Quisiéranlo o no, todos los clásicos de la pianística cubana del siglo XX, Jorge Bolet y Jorge Luis Prats, Bebo Valdés y Rubén González, Chucho Valdés y Gonzalo Rubalcaba, Ernán López-Nussa e Ivet Frontela son herederos de ese código. El más grande intérprete del piano cubano en la pasada centuria, el habanero Jorge Bolet, quien murió olvidado en Mountain View, California, en 1990, después de más de 50 años de exilio, imprimió esa sonoridad en sus ejecuciones —mundialmente aplaudidas— de Bach y Chopin, de Mendelssohn y Strauss, de Wagner y Rachmaninoff.

Una cultura occidental como la cubana, construida en el contacto con África y Europa, Estados Unidos y América Latina, encuentra en el piano su expresión más cómoda. La percusión africana, la melodía europea, el lirismo latinoamericano y la armonía norteamericana se entrelazan en esa prestidigitación de teclas. Pero mientras más admiramos la sonoridad cadenciosa y cromática del piano cubano más despreciamos la historia de esa isla, que se dirime entre el ruido y el silencio, entre la cacofonía, el estruendo y la sordera. Por alguna razón inextricable, que le gusta invocar a Guillermo Cabrera Infante, el gran aporte de los cubanos a Occidente: la música, ha sido posible gracias a todas las virtudes que nuestra política ignora: el ritmo, la armonía, el lirismo, la flexibilidad, el tributo, la transacción, el pluralismo y la gracia.

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