www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
  Parte 1/3
 
El vacilón, un ejercicio de identidad
Cubanidad enmascarada: El chiste en lugar del drama, la comedia en lugar de la tragedia.
por EMILIO ICHIKAWA MORíN, Miami
 

Sucedió en el apartamento de Nelson, otra estrella brillante, tan luminosa como Arturo. En una pieza sencilla y franca, adjunta a la clínica que una vez se llamó La Covadonga y hoy Hospital de El Cerro, un grupo de amigos solíamos reunirnos semanalmente a discutir textos que siempre recomendaba el escritor Abilio Estévez. Nelson era matemático de formación y trabajaba en informática, Helena, asesora de la ONU para recursos naturales (especialidad: aves exiliares), yo enseñaba filosofía y Abilio era el alquimista que encontraba sentido a todas las perspectivas.

Hogar cubano
Un 'roncito'...

Un día recomendó un par de textos que abordaban ese manido asunto que reconocemos como "carácter nacional"; un enigma y varias semanas antes Julio Caro Baroja había tirado el tópico de la "identidad" al baúl de las quimeras con su libro El mito del carácter nacional español, pero el lío era nuevo para mí. Nuevo, es decir, interesante. Un tema tan insostenible en el nivel intelectual como ubicuo en los pugilatos de prestigio, complejos y envidias que rigen la vida cotidiana del hombre común.

En uno de ellos, Virgilio Piñera hablaba del énfasis en las maneras criollas, de la gesticularidad de "el cubano", cerrando la composición con una profecía utópica que había tomado de Macedonio Fernández: "algún día seremos más interesantes". En el segundo texto, Borges criticaba la significación explícita de la "argentinidad", y optaba por símbolos más indirectos de la misma, como puede ser el ruiseñor, un pájaro que pertenece más a la literatura que a la realidad. El argentino prefería ser personaje antes que persona, una representación del ave antes que un ave. En todo caso "el" ave.

Tras esas lecturas me sumí en la reflexión y la escritura acerca de la "cubanidad", cuya "esencia" busqué con fe ingenua hasta que advino esa suerte de escepticismo ontológico que atribuí a las lecturas postmodernas y que en verdad no fue más que un efecto espiritual de la edad. Negué, y hasta sentí vergüenza de los afanes de "cubanología" y, sin embargo, todavía hoy reincido periódicamente en ellos. He vuelto a aquel lugar de El Cerro donde una vez me sentí genial junto a los amigos; pero ahora lo habito con un debilitado entusiasmo, con menos dogmatismo, o con más inseguridad. No es lo mismo, pero es igual.

A ese esfuerzo intelectual por entender la naturaleza del prójimo que tengo en mí mismo lo califico suavemente como un "ejercicio de identidad". Buscar quién soy confiando en que mi experiencia es una sensitividad compartida que me lanza más allá de una singularidad radical, de la soledad, es por lo menos una práctica piadosa.

Cuando miro a esa edad creativa del té, el pelo largo, la insolencia en la frente y El lobo estepario como autoridad, me dan ganas de gritar: "Esnobistas de todo el mundo: ¡créansela! De la pose de hoy emergerán las obras del mañana".

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