www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
  Parte 1/4
 
Un bolero para Joaquín
El escritor Eliseo Alberto rememora su amistad y cercanía intelectual con Joaquín Ordoqui, fallecido esta semana en Madrid.
 

"¡A esconderse que ahí viene la basura!"
Canción popular cubana.
Para Edith García Buchaca

I

Nadie sabe lo que es la amistad si no ha tenido por amigo un oso. El mío, también de mis dos hermanos, apareció en pantalones cortos una tarde cualquiera de 1965. Llegó a Villa Berta, Arroyo Naranjo, La Habana, Cuba, Cuba Socialista, Primer Territorio Libre de América Latina, Faro Continental, en un automóvil verde olivo, sin número de chapa (placa). Venía en el asiento trasero, con cara de "mírame y no me toques", y sólo al poner pie en tierra, creo, se sintió a salvo, como esos animalitos encadenados que, al verse sorpresivamente libres, echan a correr en cualquier dirección sin calcular los múltiples peligros de la estampida. Eso me pareció: que le habían levantado un castigo, una penitencia, y que su ansia de libertad le iba a costar muy caro, carísimo, aunque bien valiera la pena el intento.

Joaquín Ordoqui
Escritor Ordoqui García.

Luego de una rápida inspección ocular, el recién llegado nos obligó a jugar a los escondidos, en el jardín. A eso había ido: a esconderse. La propuesta resultaba en verdad complicada porque esa mañana sabíamos muy poco de él, apenas que era pariente de Anabelle Rodríguez, una amiga de la familia, y que vivía en el vecino pueblo de Calabazar, detrás de un viejo cementerio, en una casa con techo a cuatro aguas, de tejas rojas, parecida a la nuestra.

Mamá nos había advertido: "Hoy van a conocer al hermano chiquito de Anabelle, la muchacha que trabajaba conmigo en la Biblioteca Nacional. Pórtense bien, es menor que ustedes". Ni mis hermanos ni yo teníamos claro su nombre —y sin ese dato, díganme, ¿cómo apuntarle con el dedo índice cuando lo descubriéramos agazapado tras la penca de una areca?

Las arecas son mal escudo. Resultaba facilito descubrirlo, jamón, pan comido, por dos razones principales. La primera: hace cuatro décadas, a sus doce años de edad, ya era un oso hecho y derecho. Bueno, derecho no, porque siempre trató de minimizar su maderamen de casi siete pies de estatura con un gesto de insignificancia corporal que lo traicionaba a cada movimiento. Trastabillaba con los picos de los muebles, perdía fácil el equilibrio y daba tumbos al caminar (siempre con los brazos abiertos, los brazos del abrazo); para colmo, tenía un vozarrón que tumbaba floreros al decir: "¡Ya llegué, ya llegué!", con aliento de tonada tirolés.

Joaquín Ordoqui García
La Habana: En memoria de Joaquinito
JOSEFINA DE DIEGO

Reía a borbotones. De haber sido pianista, entre el pulgar y el meñique de su mano hubiera abarcado dos octavas. Tras la curvatura de sus hombros y el desdén de sus clavículas (como cualquier niño de precoz desarrollo hormonal, odiaba la redondez de sus tetillas), su modestia resultaba tan poco natural que ponía en evidencia una verdad contundente: siempre fue, siempre sería y por siempre será el más grande de todos. "Todos", entonces, éramos nosotros cuatro. Cuatro gatos inocentes.

La segunda razón que facilitaba la búsqueda/encuentro aún me pone la piel de gallina, pues nos daba a mis hermanos y a mí una ventaja enorme: dondequiera que se escondiese, lo mismo tras el pozo que entre los tarecos del garaje, había un sargento hosco cerca de él, leyendo una revista o haciéndose el bobo. Sucede que nuestro nuevo amigo estaba permanentemente vigilado: a pesar de sus divinas malacrianzas y su cara de niño triste, a pesar de sus bombachos, Joaquín Ordoqui García era, para efectos de la vida, un preso político. Un pequeño oso enjaulado.

Un pequeño-gran oso enjaulado que fumaba dos o tres cigarros al día, en rincones discretos, quizás con la esperanza preadolescente de aparentar (¿adelantar?) mayor edad. Esa hambre de madurez era fruto de la mala suerte, que desde pequeño le impuso la obligatoriedad de ser un tipo duro, en las buenas y en las pésimas. José Martí habla de frutos que maduran en las ramas y de frutos que maduran en los puestos del mercado, a palos. Para él, el tramo que va entre los juegos de la infancia y la fantasía de la adolescencia duró menos que un merengue en la puerta de un colegio.

Hijo de Joaquín Ordoqui y de Edith García Buchaca, dos incansables promotores de las ideas socialistas en la Cuba republicana (llegarían a ocupar máximas responsabilidades en la dirigencia del PSP, Partido Socialista Popular), el niño Joaquín sufrió en carne propia los sopapos del destierro. La casa de Calabazar (ahora puedo reconocerlo, después de sobrevivir quince años en tierra azteca) tenía aires de rancho poblano. México fue entonces para ellos, como tantas veces para miles de cubanos, un exilio apapachador.

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