www.cubaencuentro.com Miércoles, 07 de abril de 2004

 
  Parte 1/2
 
La trampa de una fe
Doble rasero: ¿Hasta dónde puede llegar un escritor como Abelardo Castillo cuando se solidariza con el régimen cubano en vez de con las víctimas?
por ORIOL PUERTAS, La Habana
 

No habrá maneras de demostrar jamás que Abelardo Castillo es un gran escritor. Ni siquiera un gran escritor argentino. Escribe poco. No gana premios. No tiene columnas en grandes diarios del mundo. No fue a la universidad. Esquiva los homenajes. Pocos recuerdan alguna novela suya. Quizás no le queden ya lectores para el puñado de excelentes cuentos y obras teatrales que ha podido publicar.

Escritor Castillo
Escritor argentino Castillo.

Su ficha es un muestrario de brevedades. Dice más por lo que falta. Tal vez en algún momento alguien creyó que su fama, como la de E. M. Forster, crecía con cada libro no escrito. Para colmo, no sale nunca de Buenos Aires por mero pánico a los aviones.

Pero es un gran escritor y el resto es superfluo. Las otras puertas quizás sea el mejor libro de cuentos, publicado gracias a ese veleidoso concurso literario de casi media centuria llamado Casa de las Américas. No fue premiado entonces, el jurado se limitó a recomendarlo. La sugerencia fue cumplida y no sería osado decir que su publicación en Cuba, en 1963, dejó una república de seguidores más o menos secretos entre la grey autoral, mucho más que ningún otro de aquellos volúmenes sin remedio ni futuro que aspiraban a una muchedumbre de lectores rebeldes con causa. Tampoco sería atrevido atribuirle su cuota de responsabilidad en el polémico florecimiento del cuento en la Isla en esa década.

Desde joven, Abelardo tuvo problemas con las autoridades. Fundador de revistas notables, la primera de ellas, El Grillo de Papel (1959), fue cerrada por la policía debido a evidentes muestras de simpatías con la naciente revolución cubana. Ese mismo año, su drama Israfel, un homenaje a Edgar A. Poe, fue proscrito por la municipalidad por considerar que contenía referencias "peyorativas a la democracia".

También polemizó y polemiza aún con cualquiera que lo incite. Lo hizo con Julio Cortázar cuando éste opinó que dentro de un país en dictadura no había nada por hacer y lo mejor era marcharse a luchar desde París. Abelardo Castillo esgrimió los riesgos de enfrentar la represión de manera frontal, recordando una frase de Sartre que es una perla para los cubanos de adentro y ahora mismo: "Nunca fuimos más libres que durante la ocupación alemana". Y agregaba Castillo: "¿Qué quiere decir eso? Que no era una libertad dada, era una libertad elegida. Cualquier mínimo gesto, cualquier no en contra del sistema implicaba un riesgo, y eso nosotros lo vivíamos".

Lo malo de su proceder es la persistencia en ser coherente con los credos que el tiempo superó. Y no callarse el montón de reflexiones acríticas que todavía le suscita ese cadáver pataleante llamado revolución cubana. Dos huellas de una misma parálisis aparecen en su libro Ser escritor, publicado en La Habana por la Editorial Arte y Literatura (1999), y en una reciente entrevista que concedió al escritor cubano Amir Valle, titulada Prefiero un hombre comprometido a un literato comprometido.

Anquilosado en los eufóricos años sesenta, es paradójico que defienda el castrismo con la misma vehemencia con que resalta la influencia de, por ejemplo, Roberto Arlt en la literatura de su país. Abelardo Castillo padece esa común patología tan extendida entre cierta zona de la intelectualidad de izquierda latinoamericana que no evolucionó, capaz de inmortalizarse por sus lúcidos argumentos y criterios estrictamente literarios —evidenciados en ensayos, artículos, memorias, intervenciones públicas y un largo etcétera— y hundirse a la vez por sus desfasados análisis políticos.

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