www.cubaencuentro.com Lunes, 31 de mayo de 2004

 
  Parte 1/2
 
La saga de un novelista (ausente)
A Guillermo Vidal, a quien le ha tocado morir prematuramente, como dicen que mueren los elegidos.
por MICHAEL H. MIRANDA, Holguín
 

Difícilmente algún crítico pueda negar, con justas razones, que Guillermo Vidal es uno de los novelistas cubanos más importantes de las últimas décadas. Ahora que la muerte lo separa de sus lectores, si bien sólo en lo físico, sus novelas y cuentos quedan como la profunda huella que, en el nervio del cuerpo cultural antillano, deja una vida consagrada a la literatura. Y tal vez nunca sea mejor dicha esa frase tan común en elogios póstumos, destinados a autores con mejor o peor suerte en el tránsito vital, ese arco que nos conduce del nacimiento a la muerte casi con similar perplejidad.

Portada
Premio Casa de Teatro de República Dominicana.

A Vidal le ha tocado morir prematuramente, como dicen que mueren los elegidos. Tenía apenas 52 años y, en plenitud de facultades, atravesaba por un excelente momento creativo. Justamente por su envidiable capacidad de trabajo fue edificando, paso a paso, una obra portadora de diversos rasgos distintivos dentro de la novelística contemporánea en la Isla, entendida ésta como epicentro cultural al cual se suman los fragmentos provenientes de todas partes del mundo.

Y es que esa suerte de república novelada que dialoga con sus historias y su trazado es el dibujo más transparente de las luces y sombras de la Isla. De Villaverde a Carpentier, de Lezama a Leonardo Padura y de Cabrera Infante a Abilio Estévez, sin soslayar hitos como Carlos Montenegro, Virgilio Piñera, Severo Sarduy y Antonio Benítez Rojo, la novela cubana devela perfiles y junturas que nos hacen reconocibles como nación y nos afirman en la idea plural del cuerpo dialogante, por encima de todas las coyunturas y todos los silencios y barreras.

Si un vacío mayor deja la pérdida de Guillermo Vidal entre nosotros, es precisamente la posibilidad de continuar agregando a ese monumento las nuevas cifras de su singular ejercicio intelectual. Porque nadie como él hizo de la conversación, del dime y el direte, del lenguaje puramente coloquial —que desdeña rebuscamientos y pasajes pulidos hasta el arropamiento del discurso—, un concepto narrativo, un arte del contar que imbrica técnica y lucidez, tenacidad y pericia, sin mucha contención estetizante pero con el ardoroso deseo de dejar el testimonio irrebatible de la etapa que vivió.

Ese modo de armar y estructurar una buena anécdota o peripecia lo situaba, de manera conciente, muy próximo a las más disímiles tendencias, incluyendo el costumbrismo, del cual tomaba personajes y situaciones para servirse de ellos y recontextualizarlos. O el postboom, más cercano en lo formal, entre quienes citaba como sus dioses, otra vez, a uno público —Cabrera Infante— y otro un tanto más secreto —el argentino Manuel Puig—.

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