www.cubaencuentro.com Lunes, 31 de mayo de 2004

 
  Parte 1/2
 
El que arrojaba uvas ardientes
por LORENZO GARCíA VEGA, Miami
 

¿El que arrojaba uvas ardientes en las duras bahías? ¿Quién supo decirlo? Sólo un poeta, por supuesto, sólo mi amigo Juan Sánchez Peláez lo supo. Pero como a mí me resulta doloroso comenzar diciendo que ya él no está, voy a dar un salto que me lleve hacia un cinematógrafo de mi juventud. ¿Cómo es esto?

S. Pelaez
Poeta Sánchez Peláez

Algunos poetas, o literatos, o como quiera llamárseles, que irrumpimos en aquel momento de la churumbela hispanoamericana comprendida entre los años 1940 y 1955, nos encontramos en los cinematógrafos viendo unos patéticos noticieros donde el locutor, con voz "de circunstancia", nos señalaba que lo que estábamos viendo: una explosión atómica sobre unas ciudades japonesas, era todo un nuevo Capítulo de la Historia (así mismo, con mayúscula, o con voz de mayúscula, lo decía el locutor) que iba a cambiarlo todo, o a descomponerlo todo. Así que la angustia existencialista estaba a la orden del día. Una angustia existencial que se nos teñía con los buenos fuegos del surrealismo.

Así mismo fue. Entramos bajo una explosión atómica relatada por un locutor, y nos refugiamos, a como pudimos, bajo los últimos tiros del surrealismo. Así que los que éramos jóvenes en aquellos tiempos —unos jóvenes que nos habíamos propuesto refugiarnos bajo el desbarajuste metafórico de la vanguardia—, y vivíamos en el aislamiento de una isla, nos alimentamos a como pudimos con lo que, del mundo exterior, nos llegaba a través de las librerías de La Habana.

Y esto, mientras en la tierra firme, o sea, en el continente, un venezolano a quien no conocíamos, Juan Sánchez Peláez, se desplazaba hacia Chile, a recoger el legado de esa surrealista revista Mandrágora donde, según un crítico: "Los mandragoristas se abrieron paso a codazos, rompiendo salvajemente con todo; gritos, improperios, insultos al medio sin preocupación por las buenas formas"; y esto para después, en un viaje en velocípedo, según confesó Juan en uno de sus poemas, terminar él en ese París donde conoció a Peret, y donde se asimiló cosas tales como la "noche profunda y larga de mi edad", señalada por Eluard.

Era una angustia, entonces, que nos llegaba con una explosión atómica que, convertida en sombras fílmicas, se asentaba en el cinematógrafo de barrio habanero donde íbamos. O era un surrealismo con noche de pasmosos arlequines, o con un grito que avisaba: ¡Apollinaire al agua!, pero donde lo único que había era el aislamiento. Un aislamiento donde el automatismo surrealista en que intentábamos zambullirnos acababa convertido en un gesto vacío, en un gesto que sólo lo rodeaba la soledad. De una isla donde lo surrealista era visto de reojo por una mirada que, aunque en su mejor expresión, gongorina, alcanzó la calidad de lo Bello con mayúscula, o sea, de lo Bello con un Dios romano, no podía dejar de ser, por su lamentable vinculación con lo ritualista, la manifestación de lo como ensotanado y catedralicio…

Y, ¡qué lástima!, salidos de aquellos cinematógrafos donde estallaba la bomba atómica los jóvenes, que vivíamos rodeados de agua por todas partes, no pudimos vincularnos, del todo, con las grandes sombras surrealistas, hispanoamericanas, que rondaban por la tierra firme: César Moro, Molina, o Emilio Adolfo Westphalen, o…

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