www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
  Parte 1/2
 
Tres sabios olvidados
Nunca tuvieron que decantarse entre la 'revolución' y el 'exilio'. Intelectuales cubanos en el limbo de la memoria.
por RAFAEL ROJAS, México D.F.
 

Cuando en 1959 la nacionalidad cubana se bifurcó entre la Revolución y el Exilio, la cultura insular ya había alcanzado su plenitud moderna. Una porción importante de los grandes escritores liberales, católicos y, sobre todo, marxistas, permaneció en Cuba. A esos, los que se quedaron (Fernando Ortiz, Ramiro Guerra, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Nicolás Guillén, Juan Marinello, Alejo Carpentier, Dulce María Loynaz…) el castrismo —de buena gana o a regañadientes, de manera póstuma o con ese oportunismo patrimonial del "rescate de valores"— les ofreció reconocimiento y los mantuvo en la nómina de la identidad nacional.

La otra porción, la que se exilió (Jorge Mañach, Roberto Agramonte, Lino Novás Calvo, Lydia Cabrera, Carlos Montenegro, Humberto Piñera Llera, Enrique Labrador Ruiz, Guillermo Cabrera Infante…) fue declarada oficialmente traidora a la patria. Y aunque un exilio jamás podrá contar con los recursos de un Estado, las instituciones culturales de la emigración cubana, con una voluntad encomiable, conformaron su propio catálogo de la cubanidad y colocaron a esos intelectuales en el pedestal del nacionalismo anticastrista.

Pero la discontinuidad que 1959 impuso a la cultura cubana fue tan violenta que muchos intelectuales republicanos que, biológica o políticamente, nunca tuvieron que elegir entre Revolución y Exilio, quedaron colgados en una especie de limbo de la memoria. Me referiré sólo a tres, entre los tantos sabios olvidados de la República (Medardo Vitier, Rafael García Bárcena, Federico de Ibarzábal, Alfonso Hernández Catá, Ofelia Rodríguez Acosta, Guy Pérez Cisneros…), que, por morir poco antes o poco después del cisma, nunca han sido reivindicados ni por el canon revolucionario ni por el canon exiliado.

Alberto Lamar, Emilio Gaspar y Rodríguez Embil

El primero que se me ocurre es el escritor y diplomático matancero Emilio Gaspar Rodríguez (1889-1939), autor de algunas de las prosas más eruditas escritas en Cuba como El retablo de maese Pedro (1916), que tanto elogiara el mexicano Federico Gamboa, Los conquistadores. Héroes y sofistas (1917), que provocó una entusiasta carta de Enrique José Varona, Puntos sutiles del Quijote (1922), reseñado por el laborioso José María Chacón y Calvo, y su inquietante Hércules en Yolcos (1923), libro que evocaba el paso de Heracles por la Tesalia como pretexto para describir la trabajosa construcción de una república en el Caribe postcolonial.

Cuando Rodríguez murió en 1939, vísperas de la Constitución de 1940, escribía un largo estudio titulado La crisis cubana: sus orígenes y sus factores contemporáneos, cuya primera parte llegó a publicar la pequeña editorial habanera Carasa. Él, que había sido secretario del Trabajo y diplomático en India, Canadá y Holanda, atisbó, desde un punto de vista socialdemócrata, las principales demandas del Estado nacional cubano.

El otro sabio olvidado es uno de los intelectuales más fascinantes de la historia latinoamericana: el también matancero Alberto Lamar Schweyer (1902-1942). Antes de formar parte del Grupo Minorista y de asumir el vanguardismo de su generación, Lamar escribió entre los 17 y 20 años, cinco libros de ensayo que merecieron elogios de Enrique José Varona, Max Henríquez Ureña y Rafael Montoro. De esos cinco volúmenes, por lo menos tres deberían ser leídos hoy como textos cardinales de la cultura cubana: Los contemporáneos. Ensayos de literatura cubana del siglo (1921), Las rutas paralelas. Crítica y filosofía (1922) y La palabra de Zaratustra. Nietzsche y su influencia en el espíritu latino (1923).

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