www.cubaencuentro.com Jueves, 21 de octubre de 2004

 
  Parte 1/2
 
Motivos para liberar al güije
El pintor Andrés Puig, de la llamada 'Generación de la Esperanza Cierta', acaba de inaugurar una exposición en Madrid.
por SUSET SáNCHEZ, Madrid
 

Posiblemente de ese mismo estado originario que le hace formar parte orgánica de la naturaleza, surge la admiración del pintor cubano Andrés Puig por el símbolo indómito de un continente como el africano, pletórico en su geografía.

Ancestros
Ancestros (2004, técnica mixta y collage sobre cartón).

La fértil reserva infinita casi agoniza, título de la exposición que recién ha inaugurado en la Sala de Arte Iberoamericano AMdrago's de Madrid, se convierte —como el propio autor ha confesado— en el modesto homenaje a una región que resume la historia de Occidente, en medio de vejaciones y apasionamientos que han convertido la tierra africana en un espacio social donde se condensaron las ambivalencias de la modernidad y en el que están nítidas las huellas postcoloniales como memoria y advertencia sobre lo que puede encarnar esa denominada "condición humana".

Varios críticos y comisarios han advertido en la obra de Puig la presencia del universo sincrético de la cultura afrocubana, uno de los primeros motivos de reconocimiento que encuentra este artista en África, a partir de la extrapolación de disímiles complejos socioculturales que formaron las bases sincréticas de la cultura cubana.

Pero lo interesante de sus representaciones, es que evaden el estereotipo del canon artístico caribeño que ha recorrido las marcas de sociedades postcoloniales en que mitos e historia confluyen en prácticas habituales del sujeto contemporáneo. Tan común es la imbricación vital con un mundo mágico ritual en gran parte de los cubanos, que la experiencia espiritual llega a cualificar los espacios sociales, tanto públicos como privados.

Quien llegue hasta la casa de Puig en Valdemanco, al pie de la sierra madrileña, y trasponga la verja de entrada que en lo alto reza "Elegguá", asistirá a una suerte de conversión ritual en que lo real se trastoca en maravilloso; se difuminan las fronteras entre lo natural y lo construido; y plantas y animales se incluyen en una familia para la que poco importan las jerarquías impuestas por siglos de historia cultural y mecanismos de poder.

De esa conjunción serena de una conciencia mágica —legada por la herencia africana— con las pequeñas cosas del día a día, van emergiendo las figuraciones expresionistas y surreales del artista. En ellas, lo antropomorfo se condensa en la apariencia de fetiches, símbolos e imágenes animistas que encarnan conductas humanas.

El sosiego que a estas alturas de la vida ha alcanzado este hombre, incluso hace que no hurgue en lo que le rodea con la sospecha del censor. Se presenta afable, evoca recuerdos, amores, viajes hacia lugares aparentemente tan remotos como África. En sus dibujos se transpira el olor libre de los vestigios de tierra que aún permanecen rebeldes, se fusionan los ocres de un imaginario que traduce la sobriedad de quien lo convoca a esta cita con la intimidad de un medio que muchas veces es la voz directa, instantánea, sin afeites ni giros perfeccionistas.

Llaman la atención en estas obras, las soluciones dadas a una geografía de texturas que por sí mismas narran las cicatrices de una cultura vejada pero impregnada de resistencia. En este sentido, el oficio ha sido sólo un vehículo para conjugar técnicas que posibiliten la elocuencia de remembranzas donde las huellas del pasado resultan indelebles. Cada obra es una metáfora de tiempos histórico-míticos personalizados en Puig a través de la exuberancia de una imaginación plagada de personajes fabulosos y referencias legendarias.

El creador prefiere la sugerencia de una imagen misteriosa a la literalidad casi obscena de una representación mimética. Quizás ello traduce la propia naturaleza compleja y plural del acercamiento del hombre a los universos intrincados de sus creencias.

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