www.cubaencuentro.com Jueves, 16 de diciembre de 2004

 
  Parte 1/2
 
Dos instantes en los misterios de Zoè Valdés
Los libros 'La eternidad del instante' y 'Los misterios de La Habana' presiden anaqueles en las librerías españolas.
por JULIO CéSAR AGUILERA, Barcelona
 

Destacadísimos en los puntos álgidos de librerías, los últimos dos títulos de Zoè Valdés. Galardonada con el premio de novela Ciudad de Torrevieja, La eternidad del instante (Plaza & Janés, 2004), pleriplo vital de Mo Ying, hispanizado en Latinoamérica como Maximiliano Mejía, en una obra limpia, sedosa, en el mejor espíritu oriental. Por otro lado, Planeta sigue actualizando la biblioteca de la autora con una selección de piezas cortas que nombró Los misterios de La Habana (2004). Tratándose de libros muy dispares, en objetivos y en resultados literarios, lo más prudente será comenzar por la novela.

Zoe Valdés

El trazo indeleble del homenaje

Dibujada casi, La eternidad del instante es una laboriosa narración estructurada en dos ámbitos que sirven de canales a la biografía que inspiró a la escritora habanera la vida de su propio abuelo. "Nacer" y "Vivir" se van enhebrando en treinta y seis capítulos recostados a la simbología de la charada chino-cubana.

La génesis de la familia del famoso cantante de ópera Li Ying, que desposa a la bella Mei Xuang, del que resultan vástagos Mo, emprendedor, sabio y curandero, y sus hermanas Xue e Irma Cuba, en un trazado parental que recuerda, por las actitudes de cada uno de ellos y sus excentricidades, aquella prosapia que sigue alimentando la comarca de Macondo.

Envueltas en sándalo, aguas providenciales, caballos pura sangre, montes de culto, burgos de mujeres con pies minúsculos, manualidades como sólo allí se hacen, lágrimas de jade, filosofía budista, respeto en la más vertical de las jerarquías consanguíneas, las páginas de la primera mitad del libro obligaron a que Valdés se impregnase de cultura tan distante, con tantos meandros.

Al llegar a la segunda parte, se incorpora, muy en el género de aventuras, y como prueba que demuestre la legitimidad heroica de Mo, el viaje. Ir tras las huellas de Li Ying, que dejó en la más gélida orfandad a la familia, y de quien no llegan noticias: sólo una de sus lanceoladas trenzas.

En la misma cacerola de hechos se cuece el avance del chico y no pocos insólitos motivos. Un grupo de forajidos que engordan la trata de esclavos chinos cerca de la Muralla; la servicialidad de unos pescadores; el barco que permitirá a Mo su vía crucis trasatlántico hasta el paraíso que se fragua en Cuba, segunda patria para miles de cantoneses, con paradas obligadas en Venecia, Afganistán y el cinematográfico Campeche. Ambigüedades erógenas con desconocidos, trueques, escapadas a la alcoba de niñas mimadas, amnesias.

He de reconocer que la novelista teje y zurce con mano hábil lo concerniente a los melódicos escenarios de la China. Son eso: acuarelas que brindan espacios de medida exacta, algunos de ellos epifánicos, donde los personajes pueden desempolvar sus angustias. Quizás menos logrados en la vorágine insular que vivirá Maximiliano.

Cuba, desde la distancia, siempre se volverá caótica. Es resbaladiza e indómita para quienes ya no la habitan. El diseño de varios de los parlamentos —en ocasiones, incoherentes— de los seres que rodean al viejo. En el columpio de esta estructura bipolar se inclina la fuerza del narrar a favor de lo menos vivido, de lo más "poetizable". No en vano se sigue, hasta el final, enamorado del silencio de Mo, de su sabiduría. Porque es verdad de Perogrullo que la tinta china, la misma que quizás este inmigrante utiliza para rellenar cientos de cuadernos con sus respuestas a los otros y con sus caprichos verbales, es indeleble.

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