www.cubaencuentro.com Jueves, 16 de diciembre de 2004

 
  Parte 2/2
 
Dos instantes en los misterios de Zoè Valdés
Los libros 'La eternidad del instante' y 'Los misterios de La Habana' presiden anaqueles en las librerías españolas.
por JULIO CéSAR AGUILERA, Barcelona
 

Misteriosa, fértil, indecente Habana

Como aperitivo chorreante, Valdés adentra al lector en los vericuetos de sus nostalgias tras informarnos de que fue copista y transcriptora de los Diarios de Carlos Manuel de Céspedes, en las oficinas del Historiador de la Ciudad. Pero su libro Los misterios de La Habana, pareciera responder no sólo al menester de sacar a la luz, desempolvados, a decenas de personajes e historias que rondaron la vida capitalina, ya fuera en carne y hueso, ya en el imaginario de sus parroquianos.

He leído con fruición cada reseña, cada anécdota. Las hay muy hermosas, como la de Habanaguana, india de la que tal vez derive el topónimo. O donde, a pesar de la nota antropofágica en que cita los camarones servidos entre pétalos en Café Nostalgia, resume el mito de Catalina Lasa y su rosa de carne, sí, carne humana. O el dramatismo bien referido con que recoge el duelo de los dos chulos más famosos del asentamiento, Yarini y Radamés. Y hasta la onírica confluencia de Eugène Sue, el cultor del folletín francés de crítica social, con otro no menos importante cronista de la Colonia, Cirilo Villaverde, y sus respectivas musas.

Luego quedaría observar con atención, a pesar de que se trate —como lo advierte Zoè Valdés— de un ejercicio de creación afectiva, donde junta el documento con la fábula, las memorias que hace de ciertas y determinadas figuras de la más empinada vida literaria del país. Es el caso del regreso de Heredia, cuando lo espera en el puerto Domingo del Monte, y nuestra elección en valorar en este hecho la actitud del célebre convocante de tertulias, bajo la versión de este relato, donde todo se salva con un equívoco, o la acerada interpretación que nos brindó hace pocos años Leonardo Padura en La novela de mi vida (Tusquets).

Inquietante lo es también cuando leemos el cuadro que dedica a Julián del Casal y a la niña Juana Borrero, amiga del poeta malogrado. Muy a tierra, protagonizado por el pecho pujante de lujuria de la chica cuando queda sola en la alcoba con el joven que desfallece, al que la misoginia le provoca, imperiosa, su declaración de sodomita. Recomiendo a este efecto, otro apócrifo, firmado por Luis Antonio de Villena en La nave de los muchachos griegos (Alfaguara), salvado con mucha presteza y erudición.

Coincide una de las piezas de Valdés, incluso con palabras y párrafos textuales, con el capítulo veinte de su novela La eternidad del instante: el que titula "Paulina la Grande en el teatro Shangai". Aquí recurre a su habitual sexualidad explícita, que sin rubor es atizada, al punto de desacralizar y zarandear el homenaje que perfila sobre dos grandes de la cultura y la historia cubanas: Dulce María Loynaz y Antonio Maceo.

Es galante la oportunidad de que podamos, encerrados bajo un grueso edredón y buena dosis de cigarrillos y café, reencontrarnos con textos que reivindiquen el pasado ante las prisas del presente. Pero tratándose de una autora como Zoè Valdés, que es, entre sus coterráneos, la que ha corrido con mejor suerte en el mundo de los libros, con todo lo que ello trae consigo, vale un epílogo: no permitir, bajo ningún concepto, que la premura de su casa editorial le imponga entregar a la carrera el próximo manuscrito.

Esta publicación de Planeta, a más de llevar como postizos los últimos tres relatos, carece de un elemento bibliográfico que, obras como ésta, no es que ameriten, sino que ha de hacérsele obvio: el índice.

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