www.cubaencuentro.com Domingo, 02 de enero de 2005

 
  Parte 2/2
 
Diario de la desesperanza
Escenas para turistas, de Jacqueline Herranz Brooks. Editorial Campana, Nueva York, 2003. 135 pp.
por ODETTE ALONSO YODú, México D. F.
 

Pero para poder conformar esta guía turística nacional de la precariedad, la protagonista se convierte también en una "turista nativa" y emprende un viaje por el interior de la Isla. Como parte de ese periplo, "Guáimaro" es un cuento desolador, que describe la sinrazón y el vacío existencial de la vida en el campo cubano; "El palo del aura" da cuenta del aburrimiento cotidiano de las ciudades de provincia; "Policíaco normal" y "Baracoa" son un muestrario de toda la gama de actividades ilegales que se reúnen alrededor del turismo.

La relatividad de todo lo aparente toma cuerpo especialmente en "Descripción del cayo" y "El Cayo", hilados como casi todas las historias del conjunto. "Una música rica suena delante pero es el fondo. Alguna gente pasa por detrás que puede ser el frente. Un grupo de hombres jóvenes, sentados en el parque, gritan (…) se sienten prisioneros porque siempre hay un espacio mayor que se cierra sobre un espacio más pequeño. El agua, por ejemplo…" ("Descripción…", pp. 54-55).

Y ahí no termina la relatividad: unos extranjeros han tomado fotos a los muchachos del parque "e irán contando por el mundo lo que suponen de nosotros (…) Seguramente hacen la historia de un lindo cayo pequeño donde vieron gente tranquila disfrutando apaciblemente del sol que tienen todo el año en el parque" (pp. 55-56). Mientras, en "El Cayo", con el mismo tono, se termina de construir la alegoría de la Isla mayor y del mismísimo mundo: "Vivir aquí puede —podría— ser la paz de muchos (…) Pero esta permanencia impuesta por el destino, que los ha hecho nacer aquí, los aplasta. Quieren largarse (…) Por eso se lanzan contra cualquiera. Se rajan" (pp. 57-58).

Otro viaje narra "Para los interesados, al final, hay ranas"; éste a un rincón de la cordillera de los Órganos donde sobrevive una comuna de curanderos míticos que se habían mantenido por años alejados del devenir político del resto de la Isla. En el cuento, la narradora lo cuestiona todo con una contundente ingenuidad: la certeza del amor y el desamor, el movimiento dialéctico de la espiral ascendente, las formas de propiedad, de justicia y de tiranía, la magia y el esoterismo, la imposibilidad de la convivencia entre especies distintas y el supuesto aprendizaje que es la vida, porque "hay cosas que me han dicho de varias maneras y que aparentemente no están bien explicadas" (p. 95).

Esa es la esencia constante del libro: con un tono de indiferencia y cansancio, sin una gota de entusiasmo, cuestiona la existencia misma en una sociedad donde "el bien común se reduce a patalear contentos dentro de la anormalidad circundante" (p. 12), donde "…quién va a decir que todo está bien, que ni el calor se siente y que ya ha comido" (p. 36).

Y de nuevo el hambre, siempre el hambre, en cada cuento el hambre. Porque el hambre fue —ya lo he dicho— la marca indeleble de esos tiempos. Y cuando el hambre se establece como un estado cotidiano, inalterable, ya da lo mismo ocho que ochenta, quedarse tres horas esperando la guagua o caminar tres horas con rumbo incierto. Y si al hambre se une esa yerbita milagrosa que quita el hambre —o el polvito o las pastillas o el alcohol a toda hora—, uno anda por el mundo como autómata, como prestado en el mundo. Así fue que conocimos en la Cuba de los 90 aquel cáncer que nos habían hecho imaginar carcomiendo a la sociedad de consumo: la enajenación, la pérdida de la voluntad.

Todos los códigos se habían trastocado, todo los símbolos se derrumban: Rusia, aquel ejemplo impoluto, era una puta traidora tras la cual se desmoronaba todo el heroico campo socialista; las guerras de África, aquel sublime acto de internacionalismo proletario, había sido un robadero de marfiles; los comandantes de la revolución eran narcotraficantes o compositores de guarachas; Cuba, faro de América toda, era el burdel de los extranjeros, y nosotros, aquellos pioneros que sin saber exactamente lo que decíamos gritamos "¡Seremos como el Che!", acabamos siendo como él: unos despatriados sin fe, inventando causas que defender para tratar de librarnos de las decepciones o dejando que el fracaso nos diera el tiro de gracia en cualquier esquina del mundo.

Puede haber otras historias de los 90, pero esta que cuenta Jacqueline en sus Escenas para turistas es la que yo viví. Este diario de la desesperanza pudo haber sido el mío en aquella Habana sin resquicios, muerta de hambre y de calor, vacía.

1. Inicio
2. Pero para poder...
   
 
EnviarImprimir
 
 
En Esta Sección
Reflexión de un economista
ANTONIO ELORZA, Madrid
Arreglos de muerte
ANTONIO JOSé PONTE, La Habana
Vindicando una literatura invisible
JORGE FERRER, Barcelona
Changó con conocimiento
LUIS MANUEL GARCíA, Madrid
Odisea cubana en 9 'innings'
PABLO DíAZ ESPí, Madrid
Editoriales
Sociedad
Cultura
Internacional
Deporte
Opinión
Desde
Entrevista
Buscador
Cartas
Convocatorias
Humor
Enlaces
Prensa
Documentos De Consulta
Ediciones
 
Nosotros Contacto Derechos Subir