www.cubaencuentro.com Domingo, 02 de enero de 2005

 
  Parte 1/2
 
¿Serán de Santiago?
Son de la loma. Los dioses de la música cantan en Santiago de Cuba, de Reinaldo Cedeño Pineda y Michel Damián Suárez. Andante. Editora Musical de Cuba. La Habana, 2001, 272 pp.
por TONY ÉVORA, Valencia
 

Pese al ritmo pausado de sus caminantes y al cantar que se escucha aquí y allá, Santiago de Cuba es una ciudad en perenne movimiento, nerviosa y vehemente. Sus calles apretadas, estrechas, están siempre llenas de ruidos. Los santiagueros hablan en voz alta y como "cantando", cosa que sorprende al recién llegado, que entra a un nuevo mundo sonoro, más cadencioso y sensual. Allí se respira el Caribe mucho más que en la capital.

Lo que han escrito Cedeño y Suárez es una canción-homenaje a la ciudad que ha producido el mayor caudal musical de la Isla, superando con mucho —en orígenes y experimentación, en mi opinión—, a lo alcanzado por La Habana y Matanzas. Es un libro que sabe a tierra caliente y a ron sin hielo. Ameno y bien escrito, está basado en un hermoso recorrido por las empinadas calles de Santiago, ausente de ironías y pródigo en información, pero doblemente cargado de nostalgia, por lo que sería estupendo que apareciera publicado en Miami y en España.

Señalan los autores en la introducción: "Este libro se ha escrito a sí mismo, se ha multiplicado y ha sabido moldearse. Nosotros hemos sido apenas el oído atento, el ojo avizor y las manos que lo han llevado al papel, lo que nos ha dictado la ciudad. Durante incontables tardes y madrugadas estuvimos a su lado; mientras el resonar de tambores y guitarras sobrevolaba como un eco las montañas".

Por estas páginas (contiene unas treinta con fotografías) desfilan algunos de los grandes de la música popular cubana, santiagueros todos: Pepe Sánchez, Miguel Matamoros, Sindo Garay, el saxo Mariano Mercerón, la orquesta Chepín-Chovén (una de las pocas que se mantuvo sin tumbadora), Ñico Saquito, Pacho Alonso, Fernando Álvarez, Ibrahím Ferrer, Celeste Mendoza, Elíades Ochoa, para mencionar a varios de los más conocidos, sin olvidar a los ancianos de la Vieja Trova Santiaguera, que convirtieron a Madrid en su cuartel general hasta alcanzar a toda Europa, y regalaron gracia oriental por doquier. Por cierto, creo que el libro se habría beneficiado con la inclusión de un índice onomástico.

En cada página de este documentado viaje a las semillas se tiene la sensación del hallazgo de algo perdido. A la gente que creó y tocó una gran música, ¿qué los provocó a hacerlo? En esta época del consumismo global, ¿qué papel juega la mítica Casa de la Trova de la calle Heredia?

Sin embargo, no todo es sentimentalismo y guasa. Lo atestiguan las entrevistas realizadas a Electo Silva —el hombre que levantó con tesón y talento la Coral Universitaria y el Coro Madrigalista—, y a Harold Gramatges, el Quijote delgado, barbudo y con gafas, que perteneció a la primera generación que siguió a la obra de Roldán y García Caturla, los que abrieron el panorama de nuestra música sinfónica contemporánea.

¿Quiénes faltan? Entre otros, el trovador Walfrido Guevara (que sí recogió Helio Orovio en su compilación 300 Boleros de Oro, UNEAC, 1991, y que brevemente menciona el flautista José Loyola en su obra En ritmo de bolero, UNEAC, 1997). Walfrido Guevara (1916) fue el autor de boleros decididamente arrabaleros y amorosamente trágicos que cantaba La India de Oriente, es decir, Luisa María Hernández, acompañada del trío La Rosa. La fuerte voz de esta mujer, nacida en 1920 en El Cobre y, después de Santiago, triunfadora en La Habana, y más tarde exiliada en Miami, es indispensable para imaginar las décadas de los 40 y 50.

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