www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
  Parte 2/2
 
De la provincia y todos sus demonios
La novela 'El pasajero', de Ulises Cala, es una obra disidente por el claro principio de la inconformidad, de la rebeldía que alienta las grandes causas cívicas.
por LADISLAO AGUADO, Madrid
 

Como un río de pocas aguas

Contada a prisa, la historia comienza cuando un joven aparece muerto en el vagón de un tren, que va a un pueblo del que no se permite salir. Y su muerte breve, anónima, es la excusa para exfoliar la pesadumbre de tantas existencias, luce que en vano, luce que llamadas a actos de dolor, amargos, desesperados.

Los personajes de El pasajero están uncidos por el sino de la lejanía, de la imposibilidad de huída, de un destino imposible y totalitario, donde el acto de partir, olvidar, marcharse, evoca la nostalgia, el empeño inútil de tales empresas, las duras consecuencias de su intento. Allá, en los límites comarcales por los que transita la narración, hombres y mujeres comparten la miseria de las suertes absolutas, impositivas, dictatoriales, con la resignación de quien ha dejado de pensar en semejante peso y más que dolor, acepta la utilidad del miembro gangrenado. Y esto, por fuerza, conlleva a posturas lacerantes, indecorosas.

Vivir el espacio contado en El pasajero induce a cuestionamientos éticos, incluso de carácter sociológico, que evocan la tara, la sordidez y lo aberrante como frutos naturales de la desesperación y el miedo. Justo allí, donde esa desesperación, ese miedo, dejan de ser eventuales y se convierten en sucesos periódicos, si no perpetuos; cuando la consternación y el pánico se metamorfosean en valores de uso moral y en los mejores aliados de una realidad montada sobre actos taimados, sucios, pero necesarios.

Que alguien muera en el tren que lo conduce hacia ese lugar de nadie, ni siquiera es importante para la historia. Su muerte es la metáfora de todas las frustraciones que nos asisten. Tres mujeres ven en aquel hombre que saben acaba de morir antes de llegar a ellas, la esperanza que las mantiene vivas y por la que son capaces de transgredir cualquier imposición, barrera ética o accidente físico. Ese hombre que viaja hacia ellas, ese hombre y ese viaje que ellas se apropian, esa especie de final feliz que todo ser humano espera, es un símbolo de fe. Ya ni siquiera religiosa, sino de una fe simple y llana en un día mejor, en un después sin la mala suerte de saber que la ilusión ha terminado.

El pasajero, no quepa duda, es una novela disidente. De la misma manera que La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, es una novela subversiva, o La insoportable levedad del ser, de Milán Kundera, es ambas cosas a una vez. Y no hablo de disidencia política, ni siquiera de disidencia frente a un determinado suceso político. Es una novela que diside por el claro principio de la inconformidad, de la rebeldía que alienta las grandes causas cívicas, humanas. Una disidencia que no remite a actos valientes, a poses heroicas, a suicidios altisonantes. Por el contrario; la novela fluye como un río de pocas aguas, sin saltos ni fuertes corrientes, como si en ese fluir leve y calmo, pero continuo, residiera toda la agresividad de su permanencia. En tanto, el lector (y ya aclaró Baudelaire: semblable, frère), construye las analogías que completan el ímpetu y el discurrir del suceso narrativo.

Porque si vamos a ser precisos con los términos (y para que no quepa atemorizar a unos y contentar a otros al esgrimir el término disidente), El pasajero es una novela construida a partir de los miedos humanos y sociales del lector. No hay nombres de países, gobiernos, partidos o figuras políticas, sólo la historia de unos personajes anodinos en un pueblo extraviado en nuestra geografía interior, nada más. Un bello gesto de admiración a Rebelión en la granja, de George Orwell, pero no a su 1984 y he ahí la diferencia.

Y no digo con esto, que El pasajero intente provocarnos, no. Somos nosotros, los lectores, quienes buscamos la confrontación a que el texto nos induce, como pasa en las grandes novelas. Ulises Cala, allá en el mucho pueblo de la ciudad de Pinar del Río, sólo aviva sus demonios, los provoca.

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