www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
   
 
Parafernalia del cáncer
'La mujer sin tetas', nueva novela de Nicolás Abreu Felippe: una obra rara y probablemente única en el panorama de las letras isleñas.
por ARMANDO DE ARMAS, Miami
 

La salida de un buen libro es siempre un acontecimiento feliz, y lo es doblemente si viene acompañado del surgimiento de una nueva editorial. Es el caso de la novela La mujer sin tetas, del escritor cubano exiliado Nicolás Abreu Felippe, y de la Editorial El Almendro. El que editorial y autor radiquen en Miami le da a la noticia una nueva connotación, y es que podría devenir respuesta acertada al hecho de que los escritores de esta ciudad resulten siempre sospechosos, no se sabe a ciencia cierta de qué, para el mercado editorial europeo y norteamericano que los mantiene al margen de sus mecanismos de promoción.

La mujer sin tetas

En el caso de La mujer sin tetas, se lo pierden, probablemente no por las ventas, pero sí por la oportunidad de brindar a su público una obra que con el tiempo podría pasar a ser objeto de culto entre iniciados, y a la larga, como tantas veces ha ocurrido, en manifestación de las ansiadas y necesarias ventas.

Esta novela pudiera tener reminiscencias del absurdo de Virgilio Piñera y Reinaldo Arenas, pero los trasciende en militancia y derroche escatológico, por un lado, y en el acceso a un plano metafísico, por el otro. Con lo que estaríamos ante una obra que se mueve con naturalidad del plano físico al espiritual; y no que se mueva de uno a otro, sino que los da como realidad fusionada; una realidad donde lo físico-escatológico se interrelaciona con lo espiritual-escatológico; donde, en definitiva, son uno y lo mismo en expresión del principio hermético de cómo es abajo es arriba y de cómo es arriba es abajo.

Nadie espere encontrar paz y sosiego en la región de los muertos, al menos no en la que nos presenta Nicolás Abreu en este libro; la realidad acá es como una suerte de tumor cuyas ramificaciones purulentas, con el dolor y el sufrimiento que le acompañan, infectan tanto al mundo de los vivos como al de los muertos. Si Thomas Mann en La montaña mágica pone en boca de su protagonista que el cuerpo físico, la vida toda, no es más que una tumoración, una enfermedad del espíritu, especie de excrecencia de Dios; en La Mujer sin tetas el autor va más allá y narra que el dolor y la enfermedad, el horror en suma, alcanzan más allá de la muerte, como si no hubiera muerte, como si la vida fuera una muerte extendida con todas sus consecuencias aparejadas. La vida no se da como enfermedad del espíritu, el espíritu mismo es la enfermedad, y en consecuencia Dios pudiera estar, si no muerto como proclamó Fiedrich Nietzche, sí enfermo.

Un Dios que como vislumbró ese grande (y no suficientemente valorado) de la cultura occidental que fue el psiquiatra suizo Carlos Gustavo Jung, sería cuando menos un Dios imperfecto cuya grandeza, indiscutible e indiscutida, radica precisamente en su imperfección; porque de la contraposición siempre violenta (¡de ahí lo peligroso y patético de no considerar la guerra como un mal necesario!) de los opuestos es que surgiría eso que llamamos Creación. El Jung que redescubre, con los viejos alquimistas, que la divinidad mora también, o mora sobre todo, en la sangre y en toda clase de los infectos fluidos, en la materia que vive y en la que muere, en el oro y en el excremento; en los ojos lánguidos de la princesa y en su ano dilatado.

De ahí que el libro de Nicolás esté precedido por un exergo de Jung: "Sé. No necesito creer. Sé", y que en sus páginas lo escatológico y putrefacto prospere también en la dimensión de los espíritus. Eso hace que el protagonista proclame: "Estoy a salvo, imbéciles, he triunfado, pero no sé sobre qué".

Una historia que no se cuenta

La novela es la conmovedora historia de amor de una pareja cuya vida cambia bruscamente por la irrupción de un cáncer de mama en la protagonista, lo que explica el título, y es el inquietante descubrir que ese cáncer, o cualquier otro, va posado como una tiñosa al acecho sobre los hombros de la humanidad.

Una historia que en verdad no se cuenta, que está implícita en la plasmación de un universo con toda la parafernalia de máquinas para las quimioterapias, conexiones inextricables, tubos y jeringas que se injertan en la carne marcada por la acelerada descomposición; un universo de asépticas y frías instalaciones hospitalarias; de ríos de sangre purulenta, de órganos y tejidos emponzoñados desde las células. Junto a la inmersión del hombre en el organismo femenino, en el tumor mismo, en un intento por remediar el daño con una especie de reparación de plomería en los vericuetos de cañerías en el interior del edificio corporal; o más profundamente, en un remedo de la simbología de los ritos iniciáticos de caballeros que procuraban liberar a la doncella cautiva del dragón (dragón-cáncer-cangrejo) y que en el proceso se liberaban o transmutaban ellos mismos. Pero acá no hay redención posible y el caballero-plomero termina transmutándose en la dama enferma; travestido como la mujer sin tetas.

Un texto de un humor corrosivo y un lenguaje coloquial, no excepto de cierta poesía de lo decadente: "Sigue vomitándose el cielo, ahora sobre la ciudad, las nubes vierten, como palanganas inmensas, un líquido que aglutina el tiempo. Un paisaje en ruinas rodea la casa"; una obra rara y probablemente única en el panorama de las letras isleñas.

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