www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
  Parte 2/2
 
La hazaña de Rafael Palmeiro
Con más de 500 jonrones y de 3.000 hits, el cubano sigue lejos de la afición de la Isla, pero ya acompaña a estrellas como Hank Aaron, Willie Mays y Eddie Murray.
por JULIáN B. SOREL, París
 

Cualquier fanático medianamente avezado entiende sin pestañear lo que significa "batear más de 300" o tener "un bajo promedio de carreras limpias". Y aunque los guarismos no lo dicen todo, el aficionado a este deporte apenas necesita que le expliquen lo que representa la cifra mágica de 500+3.000. La rara combinación de vista, tacto, poder, agilidad y disciplina (además de buena salud), que permite a un bateador acercarse a esos numeritos, tan sólo está al alcance de unos poquísimos elegidos, de esos que surgen a razón de un puñado por siglo.

Sin patria pero sin amo

En los años de la República ("cuando Cuba lloraba", decía con un guiño malicioso el viejo limpiabotas de mi barrio, mientras observaba la cola de jubilados y amas de casa que se freían al sol de agosto esperando, libreta de racionamiento en mano, que abriera la panadería), Luque, Dihigo, Miñoso, Conrado Marrero y muchos otros peloteros estelares tuvieron fanáticos y detractores naturales en su barrio, su pueblo, su cultura. Tenían a su gente, que se apasionaba por sus actuaciones, compartía el júbilo de sus triunfos y se apañaba con la pesadumbre de sus derrotas.

En cambio, las estrellas del béisbol que tuvieron que marchar al exilio a causa de la política discriminatoria del castrismo, no han tenido un país que siga estremecido por sus hazañas y les acoja como los héroes modernos que son al regreso de una campaña victoriosa. González Echeverría escribe en referencia a Tony Oliva: "No es difícil imaginar la dimensión épica que en la Cuba anterior a la Revolución hubiera alcanzado la figura de un triple campeón de bateo de las Grandes Ligas". Hoy cabe imaginar qué fiesta apoteósica se organizaría en Cuba al final de la temporada veraniega, si un ídolo como Palmeiro volviera a su país natal tras obtener la consagración que ha alcanzado.

Porque, mutatis mutandi, si los deportistas exiliados perdieron el país que debería ser el escenario natural de su gloria, el público cubano de las últimas décadas tampoco ha podido ir al estadio a verlos jugar, ni ha podido seguir por televisión su trayectoria. Ningún niño cubano guardará una pelota que han firmado, ni una gorra con el emblema de su equipo. Sus vecinos no han coincidido con ellos en un restaurante ni se los han cruzado por la calle, a la salida de un cine.

El argumento que el régimen utiliza para tratar de justificar esta absurda discriminación es que esos peloteros se marcharon de Cuba para jugar por dinero, mientras que en la Isla prevalece el amateurismo de corte soviético (o sea, el deporte al servicio de la propaganda estatal, precariamente subvencionado con fondos públicos). Es, sin duda, criminal la pretensión de esos atletas que desean medirse con los mejores del mundo y labrarse un porvenir para sí mismos y para sus familias con su talento y esfuerzo, cuando podrían haberse quedado en la Isla comiendo las migajas que caen de la mesa del Comandante y aspirar a una jubilación de cuatro dólares mensuales, una vez agotadas sus facultades juveniles.

En realidad, lo que más irrita a los jerarcas del castrismo es que esos deportistas escogieron la libertad, que prefirieron vivir sin patria para poder vivir sin amo. En la mayoría de los casos, la gloria y la fortuna vinieron después. Fueron consecuencias de la libertad, no sus causas. Y quienes de veras han perdido, son los cubanos que permanecieron en la Isla.

Porque Palmeiro y su familia se quedaron sin su país, que en 1971 tuvieron que abandonar clandestinamente en una frágil embarcación. Pero Cuba se quedó sin Rafael Palmeiro y sin tantos otros —héroes notorios o anónimos— que han construido con inteligencia y trabajo abnegado otra historia y otro pueblo. Que han dado lo mejor de sí mismos a otros países más amables, que supieron acogerlos y brindarles los derechos y las oportunidades que en su tierra les habían conculcado.

Al igual que Tony Oliva, Luis Tiant, José Canseco y tantos otros estelares de las últimas décadas, el habanero Rafael Palmeiro no tendrá —por ahora— el reconocimiento que le deben la ciudad y el país donde nació. Para los fanáticos de la Isla, sus éxitos serán poco más que un dato estadístico sin carga emotiva y, quizá, alguna imagen de película de vídeo laboriosamente conseguida en el mercado negro. Esta es, a fin de cuentas, otra de las consecuencias del auténtico bloqueo: el que el gobierno de Castro mantiene sobre la población de la Isla y, en gran medida, contra los cubanos que de un modo u otro ha expulsado del país en el último medio siglo. Con el pretexto de preservar una ideología arcaica y fracasada, el régimen les escamotea por lo menos la mitad de su patrimonio deportivo, académico y cultural.

Pero nada de eso menoscaba la prodigiosa hazaña del muchacho habanero que hace 34 años huyó de la Isla con su familia y que esta temporada ingresó definitivamente en el club de los cuatro inmortales del béisbol. Y fuimos muchos los cubanos libres que este verano, en los sitios más remotos del planeta, alzamos una jarra de cerveza para celebrar como propio el éxito de Rafael Palmeiro.

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