www.cubaencuentro.com Viernes, 28 de octubre de 2005

 
  Parte 4/8
 
126 libras de chocolate
Eligio Sardiñas Montalvo: De campeón mundial de boxeo a una vida sin Esperanza.
por ELISEO ALBERTO, México D.F.
 

IV

La mulata regordeta de pasas rebeldes estaba en primera fila, ecuánime, frotándose la Lámpara de Aladino de la barriga: el duende de su hijo ya pateaba el fondo del ombligo. Corría el jueves 27 de marzo de 1930. En el último de los dos combates estelares del programa, Kid Chocolate debía enfrentar a un contrincante marrullero, Al Ridgeway, temido en los círculos boxísticos por la maña de desinflar a sus rivales con trompones bajos, relampagueantes e invisibles. En el penúltimo duelo, Black Bill subió a la esquina azul y tuvo que ladear la cabeza a la izquierda para poder ver cuánto odio traía
Cartel
entre ceja y ceja el tal Midgest Wolgast, a quien ellos en el rancho habían apodado El Buldog. Black era de los grandes. La mulata regordeta lo saludó con un abanico de dedos. Durante los primeros asaltos, Black Bill logró mantener la iniciativa y sin duda llevaba cierta ventaja en las tarjetas de los jueces, gracias al principio de pegar sin que te peguen, pero a partir del séptimo episodio algún gesto traicionero hizo saber al sabueso de Midgest Wolgast que debía concentrar sus rectas sobre el ojo derecho de su oponente, el único que parecía alerta pues el izquierdo estaba cubierto por un velo de sangre.

Los últimos novecientos segundos, Black Bill batalló desde el fondo de una cueva contra novecientos alacranes que le picaban la cara. La noticia de la paliza corrió por los vestidores del Madison Square Garden y, al escucharla en su camerino, Chocolate se abrió paso hasta el cuadrilátero para animar a su amigo desde la esquina. "Para la pelea, Eligio", suplicó la mulata regordeta, que se retorcía de dolor. "Tira la toalla, Pincho, tira la toalla", suplicó Chocolate. Luis Felipe se negaba a claudicar; en veinte años de pugilatos, jamás pidió clemencia para un soldado suyo. Midgest Wolgast había arrinconado a Black contra las cuerdas y le martilleaba la calavera sin piedad, como si quisiera enterrarle un clavo en el cerebro. "Midgest era un leñador que corta un roble con un hacha: los robles no se defienden", escribiría un periodista al narrar los hechos. Black se orientaba por el zumbido de avispa de los trancazos. "¡Carajo, Pincho, el viejo está tuerto!", gritó Kid. Cuando Luis Felipe echó a volar el trapo de rendición, el campanazo final suspendió la toalla en el aire y la hizo gravitar un instante, soplada como una pompa de jabón por los vítores del auditorio. Black Bill estaba de rodillas, los brazos caídos, la mandíbula descolgada, los ojos reventados. "No importa, tú sigues siendo grande", dijo Chocolate al abrazar a su ídolo. La mulata regordeta estaba sentada al filo de la butaca: un hilo de líquido grasiento mojaba sus muslos. También había perdido al crío. "Mátalo", balbuceó Black Bill.

Mátalo. Chocolate salió a pelear con la camiseta salpicada de sangre. Cada gancho, cada recta, destilaba odio. Al Ridgeway perdió el protector de boca. A mitad del segundo round, tanta era la rabia de los golpes que Al Ridgeway se desinfló con un sonido de gaita y estuvo boqueando ahogos los diez segundos que el réferi tardó en decretar el nocaut. Kid le exigía que se incorporara, que diera pelea, cabrón, que lo dejara aniquilarlo a trompones para vengar de algún modo la puñetera suerte de los pobres. Los comentaristas de la radio no podían explicar la metamorfosis del cubano: todos reconocían la exquisitez de su técnica, la perfección de su sistema defensivo, la movilidad de sus piernas, la indulgencia con que trataba a rivales menos aventajados; nunca antes lo habían visto maltratar a un hombre con semejante furia. Cuando Kid regresó al camerino, Black Bill y la mulata regordeta se habían ido sin dejar más pistas que unos lentes abandonados sobre la silla y un escurridizo rastro de brandy en el ambiente. "Se los tragó la tierra", dijo Luis Felipe. Chocolate no volvería a ver a Black sino hasta la mañana del jueves 14 de junio de 1934, y sería en un oscuro departamento de una pensión de Harlem (East 110 street, número equis, noveno piso, a cien metros de Lexington Avenue), media hora después de que la esposa de Black lo llamara por teléfono para rogarle a gritos que fuera corriendo, por amor de Dios, corre, Black está mal, Kid, muy mal, borracho y con una pistola calibre 38 Especial en la mano: "Pide verte. Vuela, coño".

Kid voló. A saltos subió los cuatro primeros pisos del inmueble, pero al atacar el quinto tramo de escalera las piernas se le doblaron y tuvo que requintarse en la pared. Sintió mareos. Todo daba vueltas de carrusel. De la cadera hacia abajo apenas sentía un calambre escalofriante. A duras penas alcanzó la séptima planta, donde ya oyó claramente los insultos de Black Bill y la voz de la esposa que imploraba misericordia. "Sigue vivo", pensó y esa convicción lo impulsó hasta la próxima escala. Allí escuchó el primer disparo. Silencio. Tres disparos más. Los últimos escaños los gateó en cuatro patas. De repente, la mujer de Black saltó sobre él, escaleras abajo —impulsada por un alarido: "Está ciego, Dios, está loco". Lo estaba. Cuando Kid entró en la habitación, sin aliento, vio a su amigo recostado a una columna de la sala, desnudo, diabólico, con una banda en los ojos: era un espantapájaros azotado por la ventolera de la demencia. "Lo único que brillaba era el metal de la 38. Traté de convencerlo de que no valía la pena jalar el gatillo, que él era un hijo de puta, el hijo de puta predilecto de Jesús María, mi socio, mi hermano, mi ambia, no sé ni lo que dije, para qué te digo. Se le había trancado la mandíbula. Yo temblaba, cómo temblaba". Al reconocer la voz de Chocolate, Black Bill debió haber sentido una vergüenza insoportable porque masculló una frase, se apuntaló el cañón en el bosque del vientre y, sin encomendarse a nadie, en pleno dominio de sus fracasos, se desgajó la pinga de un balazo. Cuando lo subieron a la ambulancia, ya estaba vacío. "Era un guante sin mano". Cinco litros de sangre goteaban por los escalones.

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