www.cubaencuentro.com Martes, 29 de abril de 2003

 
   
 
Texas: Relato de la mala memoria
De quien padeció el presidio político en Cuba, y a tenor de quienes lo padecen: Unas líneas en solidaridad con los disidentes recientemente encarcelados.
por RAFAEL E. SAUMELL
 

Ya sabemos la noticia: más de setenta disidentes han sido arrestados y enfrentan largas condenas. Varios gobiernos, organizaciones de derechos humanos, escritores, académicos y familiares, vienen condenando la más reciente ofensiva de las autoridades cubanas, a través de canales diplomáticos y de los medios de prensa
Exit
No exit (Luis Cruz Azaceta)
disponibles. Porque soy un antiguo preso "contrarrevolucionario" tengo motivaciones suficientes para sumarme a las campañas en pro de la liberación de esos compatriotas. Ojalá que logremos su excarcelación más temprano que tarde.

Por otro lado, este grave incidente ha despertado en mí memorias que he tratado de reprimir durante los últimos quince años. En verdad no quiero vivir dominado por la tristeza, recordando cada día las cosas que debí sufrir en compañía de miles de reclusos. Sin embargo, he decidido escribir unas líneas basadas en la experiencia propia para darles a los lectores una idea, pálida claro, de lo que puede sucederle a una persona en Cuba cuando está acusada de ser enemiga de la patria y del socialismo.

Ser vigilado es lo primero: uno está rodeado de ojos y de oídos informantes. Alguna gente se dedica a espiarnos con minuciosidad. El Comité de Defensa de la Revolución es el enemigo más ostensible en la cuadra. Quienes viven con el perseguido también se hallan bajo escrutinio: en el barrio, en la escuela, en el centro de trabajo, en la bodega, en la carnicería, en el puesto de viandas, en el punto de leche. El teléfono, cuando se tiene, es otra fuente de información para los policías, que no necesitan la aprobación de un juez para "compartir" nuestra línea.

Por tales razones, es muy fácil sacar de la circulación a una persona. Basta que se emita una orden desde arriba para que todos los subordinados la ejecuten. A fin de cuentas, los servicios represivos, los tribunales y las prisiones trabajan para un solo empleador. Cuando ese implacable mecanismo echa a andar, es imposible detenerlo. El perseguido se convierte de inmediato en un sujeto culpable y sin remedio. No merece estar más que en un sitio: el calabozo.

A continuación se produce el arresto. Los agentes del Departamento de Seguridad del Estado (DSE) invaden la casa del disidente. Tocan a la puerta con firmeza. Una vez que los inquilinos abren, muestran la orden de registro y de detención. En este punto relucen aún más dos características del sistema: la absoluta indefensión de los ciudadanos ante la fuerza policial y el irrespeto total a la integridad de la persona. La apariencia de legalidad practicada por los policías es realmente tragicómica. Para efectuar el registro se hacen acompañar de dos "cederistas", y durante horas se dedican a revisar cada rincón, pieza, gaveta y hendija del piso, del techo, de las paredes.

En su propio hogar arrinconan al acusado y a sus familiares. Hay que imaginar lo que pasa por las mentes de esas víctimas desde el minuto en que son asaltadas por guardias muy conscientes de su impunidad. Más tarde, el jefe del grupo anuncia que el arresto va a producirse.

Al salir de la casa, los policías y su detenido se topan con una pequeña multitud de ciudadanos. Unos abuchean y gritan ofensas de variado calibre en contra de la víctima. El resto calla y mira. Los chóferes del DSE ponen en marcha los vehículos. Los custodios empujan al disidente y lo meten en el centro de la parte trasera. Lo escoltan por ambos lados y le dan la siguiente orden: "Tiene que mirar de frente, no puede ni hablar, ni gritar, ni saludar". A renglón seguido, los autos salen del lugar a toda velocidad con destino al Órgano de Instrucción de la Seguridad del Estado, o sea, la infame Villa Marista. Allá los oficiales de turno están listos para cumplir con ciertas faenas rutinarias: despojar al recién llegado de su ropa civil, quitarle las prendas, vaciarle los bolsillos, retratarlo, tomarle las huellas digitales. Sobre una tarjeta de cartón dejan constancia de la cantidad y tipo de pertenencias. Hay un espacio para la firma del procesado. Luego, le hacen vestir un traje amarillo y le asignan un número mediante el cual lo identificarán y llamarán cada vez que vayan a buscarlo al calabozo para las sesiones de interrogatorio.

Cuando se va camino de las celdas, el militar marcha detrás del detenido, silbando constantemente para evitar el tropezón con otro prisionero. Se aplica la incomunicación al instante. Los pasillos son largos, el silencio es plomizo, sólo se escucha el silbido. Por fin llegan al calabozo. Se ven dos literas hechas de planchas metálicas. Las paredes son de estuco. No hay ventanas, sino dos ranuras horizontales por donde entra y sale un aire de por sí escaso. A mano derecha se encuentra la zona para el baño y la letrina turca. Más arriba hay un tubo por donde sale el agua para la ducha. Unas pulgadas más abajo se encuentra la llave para el agua de tomar. En el centro del piso se observa un hueco destinado a evacuar líquido y heces fecales. Encima de la entrada se nota una bombilla eléctrica que permanecerá encendida hasta el fin de los días.

Los seres queridos, los colegas, los amigos, han quedado atrás. Acaba de comenzar la guerra psicológica. En lo adelante habrá barrotes, oficiales de la Seguridad, perros, silbidos y un tribunal integrado por cinco jueces, un fiscal y un abogado defensor. Ninguno es independiente del Gobierno. El individuo aislado queda en compañía de su conciencia. ¿Podrá contar con los servicios de un letrado dispuesto a rebatir a la policía política? En años recientes algunos han demostrado valor y una disposición inusual para trabajar con clientes acusados de haber cometido delitos contra la Seguridad del Estado. ¿Cuántos? Pocos. ¿Cuán efectivos? Sus buenas intenciones chocan contra el poder total del régimen. Los oficiales del DSE y los fiscales asignados a las causas contrarrevolucionarias siempre han tenido las de ganar.

¿Y la prensa local? ¿Informará a la gente de lo ocurrido? Es probable que sí, pero depende de determinadas circunstancias. Si, en efecto, uno de los diarios o emisoras de radio y televisión estatales publica alguna noticia, ésta habrá sido filtrada antes por las fuentes oficiales, o sea, el Ministerio del Interior. Aquí entra a funcionar Radio Martí, pero en medio de fuertes interferencias lanzadas por el Ministerio de Comunicaciones. Quedan otros medios sin embargo: las agencias extranjeras. Lamentablemente, éstas sólo emiten sus despachos hacia el exterior. Para colmo, los ciudadanos no tienen acceso a la red de información. El público natural para quien trabaja el disidente carece del derecho a saber qué está ocurriendo. El único mecanismo de transmisión que sobrevive es el de boca a oídos, conocido como "Radio Bemba".

El disidente está aislado doblemente: por los muros de censura levantados por la sociedad cerrada donde vive, y por las murallas y las alambradas de la cárcel adonde ha sido confinado. Su interlocutor exclusivo es el oficial que lo interroga. Este funcionario hará cuanto deba, en el marco de la "legalidad socialista", para enviar al detenido a la prisión mayor por un buen número de años: tantos como los decididos, de antemano, por el máximo gestor de leyes y de dramas, el Comandante Fidel Castro.

En general, los presos de Villa Marista pueden ser visitados por sus familiares cercanos. Ese día uno de los "llaveros" abre la escotilla de la celda, llama por su número al interesado y hace el anuncio. Por cuestión de formas, el prisionero es dirigido a un salón de barbería donde un oficial lo afeita con una navaja sin filo después de aplicar una baba jabonosa en la cara del cliente. Es una barbería rara, verdaderamente excepcional, porque allí nadie se habla. A la sesión de afeite sigue otra pausa frente a un espejo donde el preso descubre, además, la existencia de un peine largo, sucio y plagado de caspas. Se trata de una invitación al retoque. Terminado ese trámite, se inicia el trayecto hacia la habitación sin ventanas donde tendrá lugar la reunión con los parientes. El oficial instructor, o un representante suyo, formarán parte del escenario. No hay privacidad. En muchos casos ni siquiera se puede mencionar qué cargos se están formulando en contra del detenido. Duración de la visita: cinco, no más de diez minutos.

En Villa Marista tratarán de rebajar la moral de los detenidos. Intentarán quebrantarlos por cualquier medio inimaginable. El propósito final es que firmen un documento titulado "Declaración", elaborado con la mejor prosa de los juicios estalinistas. Es muy deseable que admitan plena culpabilidad y arrepentimiento. También deben pedir piedad a sus captores benevolentes y al tribunal magnánimo que los sentenciará. "La revolución es generosa", repiten los carceleros, a la vez que apelan a recursos físicos y psicológicos con el objetivo de dominar a sus presas.

Mientras en el exterior de Cuba se redactan , firman y divulgan manifiestos de condena contra la represión, el disidente encarcelado y sometido a juicio estará pasando por esas adversidades. Sus familiares vivirán bajo acoso. Por eso la comunidad internacional democrática tiene que hacer uso de cuanto instrumento de presión exista para que el Gobierno de Castro saque de las mazmorras a sus prisioneros de conciencia. Ese proceso puede resultar efectivo en materia de días, de meses o de años en el peor de los casos. Para el carcelero tipo Castro, los reclusos tienen el valor potencial de servir como instrumentos de negociación. Sin embargo, ésta puede demorar. El destino de estos individuos no depende de la marcha de los mecanismos judiciales, sino de la rentabilidad política que les asigne el Primer Magistrado.

El disidente tiene que armarse de una paciencia inquebrantable. Le aguardan abrumadoras jornadas de aislamiento, de separación forzada de la familia, de hambre, de enfermedades, de arbitrariedades cotidianas, de chantajes, de peligros reales, de palizas. Hay que aprender a no depositar ninguna esperanza en las leyes vigentes dentro del país. Son los intereses de Castro los que deciden la excarcelación o el continuado encierro de los opositores. El aparato jurídico está subordinado sólo a un hombre político. Que nadie se haga ilusiones sobre lo contrario. El sistema imperante obedece a ese diseño. Diferentes generaciones han tratado de modificarlo sin éxito hasta ahora.

Muchas veces sueño con que se produzca en Cuba un viraje radical hacia la democracia. Hoy, en cambio, me siento pesimista. Incluso aquí, en los Estados Unidos, escucho a menudo a personalidades de la industria, de los negocios, de la agricultura, de la política, de las artes y de la academia, que defienden y justifican el status quo en la Isla. Ven en Castro a un paladín de los pobres de la tierra, enfrentado a una potencia brutal y agresiva donde han hallado nido cientos de miles de "terroristas cubanos", en su mayoría radicados en el Estado de la Florida. Después del encierro y de la llegada al exilio, me he topado con muchos norteamericanos, europeos y latinoamericanos que no tienen empacho en hacer semejantes declaraciones. He comprobado cómo se indignan, justamente, ante injusticias cometidas en muchas regiones del planeta. Sin embargo, cuando le llega el turno a Cuba, enmudecen y se paralizan. Sospechan de las víctimas, las condenan y las desprecian.

A mis compatriotas presos, que no podrán leer estas líneas sino hasta mucho después, les deseo lo mejor. Pienso en lo que antes nos sucedió a cientos de miles que transitamos por idéntica vía dolorosa. No olvido ni un minuto la desazón y el desamparo de las familias involucradas. Me abruma reconocer que Villa Marista sigue acogiendo a tanta gente inocente en sus cavernas. ¿Cuándo se acabará todo esto?

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