Unos buscan poder o dinero; otros, fama o protagonismo; ellos, sobrevivir. El gracejo popular los denomina "buzos", en ingenioso símil con quienes —por profesión— se sumergen en las aguas dulces o saladas.

'Buceando' (Iria González).

Válido parangón, ocurrente, porque estos "buzos" de nuevo tipo se hunden en los basureros y zambullos de la capital, a costa del desdeño y el estigma que la sociedad les depara: vagos, excéntricos, parias, dementes, vagabundos, parásitos, antisociales...

"Es un trabajo como otro cualquiera, una forma de ganarse el pan honradamente, sin robar a nadie, hoy en día, que tanto robo hay en este país", comenta Hilario, un sesentón corpulento, que emana desengaño por cada uno de sus poros, parado junto al pestilente latón de basura donde "bucea".

Aun salvando las distancias, existen algunas otras similitudes entre ambas ocupaciones: los buzos de agua corren el tremendo peligro de ser atacados por tiburones u otras especies marinas voraces; los "buzos" de basureros, por los microorganismos bacterianos, causantes de tantas enfermedades y hasta de la misma muerte.

A pesar de los riesgos, la protección de los "buzos" zambulleros sólo depende de los anticuerpos del organismo humano, pues no usan escafandras, caretas ni guantes. Una desventaja por partida doble, pues también podrían ahogarse con los malolientes desechos que cortan la respiración hasta de quienes transitan a cierta distancia de las inmundicias, dispersas por las calles citadinas.

"Bucear en la basura es desagradable, sucio, mal visto por las autoridades y despreciado por la gente. Sólo en caso de necesidad extrema uno lo hace. Pero a nadie dañamos: recogemos lo que otros consideran inservible y botan", concluye Hilario.