www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 1/3
 
Cadáveres vivientes
Como si una octogenaria pintarrajeada nos guiñara el ojo en una calle desierta… Una mirada a los regímenes de Fidel Castro y Hugo Chávez.
por ANTONIO SáNCHEZ GARCíA, Caracas
 

Sería a fines de lo sesenta cuando debí servir de involuntario y anónimo traductor al cineasta argentino Fernando Solanas. Fue ante una escuálida audiencia de cinéfilos y apasionados admiradores berlineses de la revolución latinoamericana, reunidos en una de las salas para filmes fuera de competición de lo que entonces se llamaba Die Berlinale, festival internacional de cine cuyo premio consistía en un oso dorado, símbolo de la ciudad entonces partida en cuatro pedazos: la soviética en el Este, y las tres restantes en manos de franceses, ingleses y americanos, en el Oeste. Todas ellas incrustadas en medio del pedazo alemán que
Caracas
Miembros del partido COPEI se manifiestan contra Hugo Chávez en la barriada de Petare.
había quedado sometido al férreo dominio soviético. Yo vivía y estudiaba en lo que entonces se llamaba West Berlin, en la zona bajo control americano. Y junto al jardín zoológico, frente a la mítica Berliner Bahnhof, estación central de ferrocarril que todavía relumbraba bajo los destellos del nazismo y la Segunda Guerra Mundial —tanto que los vagones alemanes aún llevaban pintado en sus costados el sello del Reichsbahn, Ferrocarril del Reino—, se hallaba el monumental y hitleriano Theater am Zoo, sede del festival.

Estábamos hundidos en el glacial de la Guerra Fría. Hacía tres o cuatro años que se habían instalados las primeras alambradas de púas que partieran de un solo tajo al Berlín de post guerra en dos pedazos. Y ya habían sido montados por miles de adustos albañiles comunistas, armados de cucharas y fusiles de asalto soviéticos, millones de bloques de cemento sobre bloques de cemento hasta constituir un muro gigantesco que, sin ser de hierro, venía a ilustrar en la realidad la metáfora de esa "Cortina de Hierro" inventada por Winston Churchill para designar al invisible, aunque infranqueable, muro de odiosidad y enfrentamiento mortal que separaba entonces —y aparentemente para siempre— al mundo entre capitalismo de libre mercado y socialismo soviético. Realidad real vs. Utopía utópica. Suficientemente rodeado de un no man's land, ese cinturón desértico trufado de minas y otros adminículos explosivos que condenaban al suicidio cualquier intento por escapar hacia el Oeste, es decir, hacia la libertad.

Puede que entonces el Che ya hubiera sido ametrallado por el sargento Mario Terán en la escuelita de La Higuera, el villorrio cercano a la quebrada de Ñancahuazú, donde cayera en manos del boina verde Gary Prado y sus soldaditos bolivianos, en medio de la selva de la altiplanicie. Y el cristiano corazón de los revolucionarios del mundo se hubiera estremecido ante la asombrosa semejanza de su abaleado cadáver —sobre la artesa de cemento en que fuera exhibido a los pocos curiosos en el frío amanecer de ese 8 de octubre serrano— con el hermoso Cristo yaciente de Andrea Mantegna. En todo caso, la exhibición de La hora de los hornos, la película de Solanas en cuestión, y el foro en el que serví de espontáneo trujamán, se realizaban en el contexto de la mistificación universal de una aventura absurda, que le costara la vida a un suicida argentino empujado a la muerte por el maquiavelismo siniestro de su amigo Fidel Castro. Pero lo cierto es que Solana, más que en plan cineasta latinoamericano en faena de exhibición de una supuesta obra de arte, andaba en plan de agitador de una causa entonces de alto rédito entre un público frenético por consumir algo del romanticismo guerrillero guevariano: Era la hora de los hornos, como creo que había dicho José Martí en alguna parte de su poética. Y la frase había sido reciclada para fines subversivos por el aventurero argentino con aquella consigna de crear dos, tres, muchos Vietnam. La dudosa metáfora de los hornos calzaba como anillo al dedo con el foquismo entonces en boga, y fue utilizada sin conmiseración por el castrismo (como por lo demás hasta las cenizas mismas del apóstol cubano, tan zarandeado y escarnecido por el carcelero de ascendencia gallega como el pobre Simón Bolívar por su analfabeto epígono venezolano).

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