www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 3/3
 
Cadáveres vivientes
Como si una octogenaria pintarrajeada nos guiñara el ojo en una calle desierta… Una mirada a los regímenes de Fidel Castro y Hugo Chávez.
por ANTONIO SáNCHEZ GARCíA, Caracas
 

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No es la primera vez que el circo de la historia nos induce a creer que estamos reviviendo períodos ultrapasados. Presencié el patético espectáculo de la "Jornada de Solidaridad Internacional" con el régimen protofascista de Chávez y sentí el incómodo malestar de lo déja vu. Freud se apropió del término francés para conceptualizar esa extraña y engañosa sensación que de pronto nos acomete ante un hecho que estamos viviendo y pareciera calcado hasta en sus más mínimos detalles y sensaciones de otro idéntico que creímos haber vivido alguna vez: Lo ya visto. Es lo que sentí ante esa ominosa celebración. Se trata de una jugarreta de muy mal gusto: Como si de pronto una octogenaria pintarrajeada nos guiñara el ojo en una calle desierta, pretendiendo seducirnos levantándose el faldón y exhibiendo sus flácidas carnes ante nuestro estupor.

Pero también los octogenarios pueden ser dictadores crueles. El que sirve, con una avidez de goyesco anciano desdentado, de consejero de esta petrolera parodia revolucionaria se llama —¡no podía ser menos!— Fidel Castro. Acaba de calcar la acción de su más directo antecesor, el también gallego Francisco Franco, quien ya cercano a la muerte y tan siniestro, tan astuto, tan zamarro y tan protervo como el dictador cubano, condenara a muerte por garrote vil a unos jóvenes vascos que luchaban por la conquista de la ansiada y necesaria democracia, cuando ella ya se asomaba por las tapiadas ventanas de la dictadura franquista.

Pero este déja vu no deja de tener ribetes prostibularios. A la procesión de aprovechadores, turistas revolucionarios, políticos fracasados y militantes jubilados ha venido a sumarse un profesor de filosofía alemana, tan provinciano, tan metódico, tan gnoseológico y tan pintoresco que hubiera hecho las delicias de nuestros comentarios de marxistas críticos cuando en el Berlín de mediados de los sesenta redescubríamos a Karl Korsch, a Georg Luckacs, a Rosa Luxemburg y hasta a Hilferding: Hans Dieterich Steffan. Para justificar el fusilamiento por Fidel Castro de tres infelices cubanos sin otro culpa que pretender escapar del infierno, ha escrito una suerte de Vorrede der Phänomenologie des Geistes en que luego de darnos con un detalle y una minuciosidad de tinterillo prusiano tres razones por las cuales no está de acuerdo con la pena capital, la aprueba gozoso. Aprovechando la sangrienta circunstancia para hacer una insólita apología del verdugo por responder a la toma de Bagdad y la ominosa caída de Sadam con el asesinato de tres almas desgraciadas.

A este albañal de la imbecilidad ha venido a dar la filosofía apologética alemana. A la defensa de esta suerte de "Ángel Azul" de la estulticia revolucionaria germana ha debido recurrir quien tuvo entre sus adoradores a los nóbeles José Saramago —que hoy, indignado, le da la espalda— y Gabriel García Márquez, el astuto productor de best sellers que ha guardado, como siempre tratándose de su íntimo amigo el otoñal patriarca, un vergonzoso y cómplice silencio.

El destemplado canto de cisne del filosofillo alemán nos vuelve a remitir a otros déja vues: La muerte de Franco y la caída de las dictaduras soviéticas. Con su siniestra celebración, Chávez acaba de decretar el principio del fin de su nefasto régimen. Castro, con sus fusilamientos, el estrepitoso final de una impostura. Ambos ya son cadáveres vivientes.

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