www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 1/5
 
Barcelona: Crónica de los solares
El escritor Manuel Pereira regresa a Cuba después de doce años. Con el paso del tiempo, La Habana se ha convertido en una ciudad ajena y poblada de fantasmas.
por MANUEL PEREIRA
 

Hace doce años me fui de Cuba, y no volví hasta que hace poco —siguiendo los pasos de Juan Preciado ("Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo")— yo también fui a La Habana porque me dijeron que allí estaba mi madre, muriéndose de vieja. Y como si el azar quisiera que mi viaje fuera aún más rulfiano, volé desde México, como quien va de una Comala a otra, pues con el paso del tiempo en eso se ha convertido La Habana para mí: una ciudad más bien ajena y poblada de fantasmas.

Derrumbe en La Habana
La Habana.

Fue un viaje tan fantasmagórico como fugaz, que duró cuatro días, porque las autoridades de la Isla sólo me "otorgaron" permiso de entrada para permanecer allí diez días, que en la práctica se convirtieron en cuatro, por culpa de la infinita desidia y los innumerables obstáculos de la burocracia consular e insular. Cuatro días, diez días... ¿cuál es la diferencia?, sigue siendo una miseria que me dieran tan poco tiempo después de doce años sin ver a una anciana de 92 años, que ya ni siquiera me reconoció, porque, según dicen, padece demencia senil.

Por si fuera poco, como a todo cubano residente en el extranjero, el Consulado en México me cobró 60 dólares por el "visado" para ir a ver a mi madre. Por renovarme el pasaporte, me cobraron otros 80 dólares mientras que, por el mismo servicio, el Consulado Español sólo me cobró 12 dólares.

Por ser mi madre gallega, hace diez años que soy ciudadano español. Y resulta por lo menos chocante que el gobierno del país que me vio nacer me cobrara el pasaporte siete veces más caro que mi patria adoptiva. Más aún: los funcionarios españoles me entregaron el pasaporte nuevo en 48 horas, mientras que los cubanos demoraron casi un mes en dármelo. También me obligaron a adquirir una inoperante inscripción consular que me costó otros 10 dólares, sin contar que para volar a Cuba también te cobran inesperados impuestos de aeronáutica —a la ida y a la vuelta—: otros 45 dólares. Entre pitos y flautas, doscientos dólares en total.

Como se ve, Cuba ha convertido en un próspero negocio el derecho a regresar de visita a la patria. Fuera de la Isla hay más de un millón de exiliados, de forma que si todos quisieran visitar a sus familiares una vez al año, el gobierno ingresaría en sus arcas la bonita suma de 60 millones de dólares anuales. Y eso sólo por concepto de "peaje patrio": una nueva categoría fiscal que habrá que añadir al diccionario.

Pero lo del dinero es secundario, y de más está decir que yo hubiera pagado mucho más con tal de ver a mi madre por última vez. Aunque no cobraran nada, lo realmente indignante es que lo obliguen a uno a pedir permiso para entrar en su país natal, lo cual es sencillamente humillante. El derecho a ver a la madre —enferma o no, vieja o no—, el derecho a visitar a los familiares, es algo tan profundamente sagrado —en todas las épocas y en todos los rincones del globo terráqueo— que secuestrar esos sentimientos y luego comerciar con ellos resulta —como mínimo— una vileza.

Gracias a Dios, soy de los que cree que es mejor sufrir una injusticia que cometerla. Pero eso no impide que semejante "peaje patrio" siga perpetrándose. Eso es instalar una aduana en el corazón de la nación, es traficar con las emociones más sagradas de cientos de miles de cubanos, es transformar la nostalgia en usura, imponer un gravamen a la forma de amor más entrañable. Es la politización de la aflicción, todo un engranaje diabólico, un permanente chantaje emocional, que convierte a la familia en rehén. El simple hecho de que impongan y "concedan" un permiso para visitar a los seres queridos dentro de la Isla significa que de algún modo éstos han sido "nacionalizados", o confiscados, pasando a ser también propiedad del Estado. Y para colmo, hay que esperar más de un mes para que otorguen ese permiso (en otros casos, meses), casi tanto tiempo como aquel campesino de Kafka que se murió esperando ante las puertas de la Ley.

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