www.cubaencuentro.com Miércoles, 23 de julio de 2003

 
   
 
La Habana: Milagro y crucifixión de Jesús
por JOSé H. FERNáNDEZ
 

Jesús pertenece a ese tipo de siluetas visibles que apenas son reflejo, sombra de seres comúnmente ocultos a la vista pública. Con mucho menos poder que picardía, ha conseguido una fórmula propia para multiplicar el pan. Es su milagro. El único. Y no se le puede pedir más. Sería iluso esperar que devuelva el oído a los sordos o la vista a los ciegos. En cuanto al prodigio de andar sobre las olas, ni soñarlo. Lo intentó ya mil veces sin éxito, a pesar de que dice haber puesto tanta pasión en el empeño como si de resucitar de entre los muertos se tratara.

Gente en la Habana
Crucifixión de Cuba.

Jesús practica, casi con entusiasmo, los malos pensamientos, las fornicaciones, los hurtos, la falta de fe, el baile casino y la ética del camaleón, el fraude, la misantropía, el silencio o el ruido a destiempo, maldades que proceden del alma y manchan por dentro y por fuera. Un elemental principio de supervivencia lo obliga a descalificar aquel precepto, según el cual, si alguien quiere ser el primero, deberá empezar por ser el último y el servidor de todos.

Él es, en suma, otro habitante de La Habana de hoy, ni menos que excepción ni más que regla, uno entre muchos. De niño supo que lo más provechoso no era aprender la lección, sino repetir la consigna. Luego, al crecer, le bastó con fingir que repite lo no aprendido. Pero a ciencia cierta, lo único que sabe Jesús —mono ve, mono hace— es que la fuerza no constituye más que un accidente provocado por la debilidad del prójimo. Así que actúa en consecuencia.

Buscavidas, bisnero a domicilio, estafador, contrabandista, mirahuecos, volador de cerraduras, traficante, prostituto, chivato de la policía. A Jesús le fue revelado desde muy temprano el don de la ubicuidad. Entra en todo, siempre que pueda sacar algún provecho. Y nada lo escandaliza, pues vive convencido de que el infierno no se encuentra al final del camino, sino a cada paso, debajo de las suelas de sus zapatos. Tampoco se detiene ante nada, como no sea el riesgo de incumplir el primer mandamiento: amarás al Señor sobre todas las cosas. Sólo que como nunca se aprendió los verbos, cambia amar por temer.

En las horas en que se dedicaba a deambular frente a las escuelas secundarias pregonando sueños, de esos que se aspiran por un hueco de la nariz o se sueñan envueltos en papel de fumar, a Jesús no se le ocurrió nunca darse cuenta de que violaba el mandamiento. Darse cuenta es algo que tampoco alinea entre sus fuertes. Además, corrían otros tiempos, aún distantes de aquel verano del 89, cuando la palabra droga sería pronunciada por primera vez, públicamente, en el edén florido; amén de que nada hay oculto, sino para que sea descubierto y no hay nada escondido, sino para que salga a la luz.

Todavía durante algunos años después de aquella fecha, él vivió confiado, haciendo y deshaciendo. La clave es no andar metido en los problemas de la política, aconsejaba Jesús a sus apóstoles, guardar muy bien la ropa en el momento de tirarse al agua. Y fue así como por no saber, no supo que la política tiene las fronteras elásticas, como el pan de los lunes, ni supo que el segundo mandamiento reseña como un problema político, y grave, situar en entredicho el nombre del Señor, o lo que es igual, meter el dedo, ni aun con guante, en una de sus llagas redentoras.

Ahora la policía acaba de allanar ese templo de perdición que desde hace mucho es la casa de Jesús. Ha sido confiscado su tesoro en la tierra, ya que no tuvo paciencia para esperar por el del cielo, y él está entre rejas, acusado de traficar con drogas, y a la espera de la confirmación de una sentencia que seguramente contendrá todo "el rigor que exigen las circunstancias y el momento".

Oh, Dios Todopoderoso, ten piedad de Jesús. No supo lo que hacía. Comprende que al perdonarlo, te perdonarás a ti mismo. Tú eres el cuervo, él los ojos con que ves y que te miran.

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