www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
   
 
La Habana: Seis meses después
El economista y comunicador cubano Oscar Espinosa Chepe continúa a merced de las arbitrariedades de los médicos militares, en su reclusión por el delito de opinión.
por MIRIAM LEIVA
 

El sudor le corre por todo el cuerpo. Siente el sopor a cualquiera hora. Mira a la ventana, si es que a esas tablillas pequeñas, dentro de un minúsculo cuadrante, se les pueden llamar ventanas. Ella logró que autorizarán traerle un ventilador, que sólo mueve el vapor. Esa luz eléctrica, fuerte y perenne, hace más interminables los días y las noches. Va al baño a refrescarse. Ya hay agua. No tiene que pedirla. ¡Qué fastidio para él y el carcelero!

Oscar Espinosa Chepe y su madre
Economista Chepe con Clara, su madre.

¿Cómo estarán pasándolo los demás prisioneros de conciencia allí recluidos? Cree que son dos más que él. No pueden verse. Sabe que también están allí. Un compañero de celda, preso común, le dice algo. No lo escucha. Está distante. Piensa en su madre de 96 años; en su esposa; en su perrita Fifi; en la gata Misifusa. Añora sus libros y las noticias internacionales; las conversaciones con amigos y la confrontación de opiniones.

El oficial de la Seguridad del Estado lo llama. Otra vez regresa para recordarle que sería "conveniente" autorizar alguna prueba médica sin garantías para su vida, que quieren imponerle. Seguro que será la dichosa laparascopía. Una enfermera le trae unas pastillas, no sabe de qué medicamento. Las toma por si acaso son para la presión o los parásitos.

Llega el almuerzo. Come un poco. Enseguida se siente muy lleno. Lo echa a un lado. Está muy flaco y decaído físicamente. Siente un ruido y se sobresalta. ¡Ah!, si pudiera ver a su familia. Hoy es 21 de septiembre y desde el 28 de agosto está incomunicado. No tiene idea de cuándo será la próxima visita.

Le dicen que depende de cómo se comporte, de si él se deja hacer lo que ellos deseen, o si su mujer se vuelve indolente ante tanta tortura física psicológica. ¡Cuánto le preocupa ella! Pero se siente feliz por su apoyo. Soñó que estaba en su minúsculo apartamento, y ella le peleaba porque había dejado muy regados los papeles. ¡Hasta eso extraña!

De pronto siente fuertes dolores estomacales. ¿Será el dichoso hígado que está cirrótico? No, son las malditas pastillas para el estreñimiento, que ellos saben que le hacen sufrir, pero que le imponen desde hace seis meses.

Seis meses... seis años... seis decenios. Ni años ni decenios. No, porque ya estaría muerto. Pero el tiempo aquí es infinito.

Pensar y decir lo que se piensa. Ese ha sido su bien más preciado. Tanto valor tiene, que ahora purga 20 años de cárcel por el único delito de desear lo mejor para todos los cubanos. Patria, Cuba. En esta ocasión son 74 hombres y una mujer. Sí, ella. La que está en una celda cercana y nunca ve. También está enferma, muy enferma.

Esta celda se encuentra en una casita, a la entrada del Hospital Militar Carlos J. Finlay, de La Habana, en el país donde existe el mejor sistema de salud pública del mundo, según dice el gobierno. Donde la democracia es perfecta y se respetan más los derechos humanos, pero la tortura es más sofisticada.

Donde a los familiares de los presos no se les informa sobre su estado de salud, ni se les permite hablar con los médicos que lo visitan; y los oficiales de la Seguridad del Estado dan la cara por las máximas autoridades del gobierno para decidir si los médicos —que dicen garantizar su salud— pueden administrarle un simple laxante llevado por su esposa o el tratamiento que él necesita.

Si esto sucede en la prisión, perdón, en la sala de la Seguridad del Estado de un hospital capitalino, mucha gente se preguntará qué ocurre en las celdas tapiadas con los prisioneros que permanecen en solitario. Él pasó por una, y trata de olvidarla. Eso es imposible, pero repite a su familia que, pase lo que pase, no sientan odio ni rencor. Su esposa piensa que él se eleva por encima de la miseria humana de sus verdugos, cuando demanda eso. Pero el dolor físico no es nada comparado con la satisfacción de cumplir con sus principios.

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