Aunque está muy divulgada la idea de que "las revoluciones no son un camino idóneo para crear un gobierno", desde una posición opuesta puede señalarse que las revoluciones y la violencia han desempeñado un destacado papel en el avance de la sociedad. Esta última consideración hizo decir a Carlos Marx que las revoluciones pueden ser consideradas las parteras de la historia.
Sin embargo, cuando se trata de analizar la relación entre revolución y construcción de una sociedad democrática, el asunto asume una mayor complejidad. Barrington Moore, en su libro acerca de las revoluciones y el origen de los gobiernos (The social Origins of Dictatorship and Democracy, 1966), argumentó que "las revoluciones son necesarias para la democracia", aunque señalaba que el contenido y papel de las mismas han sido diferentes, teniendo en cuenta la diversidad de los casos, y que los rasgos de ellas han dependido más de configuraciones y trayectorias particulares que de tendencias generales históricas.
Al estudiar la dinámica revolución-democracia, Moore encontró que las democracias políticas tendrían mayores oportunidades de instrumentarse en países donde el poder económico y social de la aristocracia terrateniente disminuyera en relación con el de la burguesía, y cuando la agricultura no era el modo predominante en la producción. Siguiendo ese análisis, vemos por ejemplo, que fueron diferentes las condiciones particulares y locales que asumieron las revoluciones independentistas en América Latina —entre 1810 y 1822— con respecto a la Revolución Americana de 1776; también, hay significativas diferencias cuando comparamos esta última con las revoluciones inglesa, francesa y las producidas más tarde durante el siglo XX.
Al contrario de las revoluciones atlánticas de los siglos XVII y XVIII, en el XX las transiciones revolucionarias tendieron a la construcción de regímenes unipartidistas o de partido dominante. Las revoluciones rusa (1917), mexicana (1929), china (1949) y cubana (1959), respaldan esa consideración de que las transiciones revolucionarias del siglo XX raramente evolucionaron hacia formas de competencia política, oposición libre, tolerancia para la rotación del poder y libertad de asociación.
En este sentido, podemos expresar que la revolución de Estados Unidos fue coronada con éxito; alcanzó el nivel de una revolución profunda en lo económico, político y social, que trajo a sus ciudadanos el progreso social, cultural y un sistema democrático que, además, se constituyó en el más importante paradigma de la civilización occidental de su tiempo. |