www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
   
 
Barcelona: Muro de las lamentaciones
por MANUEL PEREIRA
 

Para entrar en otro territorio barcelonés emparentado con La Habana, hay que ir a la playa de la Barceloneta. El cinturón litoral que ahora llega hasta la Villa Olímpica equivale a nuestra Avenida del Puerto. El ambiente popular de pescadores que se respira en sus calles, donde los vecinos sacan los sillones de sus casas para conversar disfrutando de la brisa, parece salido de una estampa de Cojímar o del malecón habanero de mi infancia, aquella época ya remota en que también nuestro puerto estaba repleto de terrazas al aire libre, bares, fondas y cafetines.

Malecón habanero
Malecón de La Habana: El 'puente decepcionado' de Joyce.

Para ir a la Barceloneta siempre prefiero un recorrido que de alguna manera hace que me sienta en La Habana Vieja. Voy por la calle Montcada, que resbala por detrás de la Basílica de Santa María del Mar. Esa calle atesora zaguanes y patios cuya sombra en cierta forma me transporta al interior de los solares de La Habana Vieja. Todo en Ciutat Vella —sus calles angostas como cuchilladas, sus balconcitos atestados de tendederas, sus faroles, el adoquinado— evoca la atmósfera medieval y el espacio compacto de la Habana intramural donde nací.

Dicen que esa iglesia —Santa María del Mar— estaba tan próxima a la playa que fue edificada en un arenal. También la Catedral habanera se construyó en una marisma. Y los nombres de las callejuelas que rodean a ambos templos conservan el eco de la vida gremial de antaño: Sombrerers, Espartería, Espaseria, Mirallers, Argentería, Vidriería, Cotoners, Carders, Fustería, Abaixadors, Assaonadors. Son nombres de sabor medieval, de raigambre artesanal: calle de los plateros, de los sombrereros, de los espejeros, y eso me recuerda otros nombres de calles habaneras de resonancia similar: calle de los Mercaderes, de los Oficios, del Baratillo...

A veces, en la Barceloneta, tengo la sensación de estar en alguna playa de Marianao. Durante más de diez años mi nostalgia de desterrado me ha obligado a explorar minuciosamente la ciudad en la que vivo, buscando constantemente similitudes entre Barcelona y La Habana. Puede que la morriña me lleve a exagerar en algunos momentos, pero si así fuera, estoy más que justificado por el desarraigo.

De pronto oigo el chillido de las gaviotas en la Barceloneta. Y entonces me doy cuenta. Tuve que venir a vivir a Barcelona para redescubrir esas carcajadas costeras, pues la fauna marina desapareció del puerto habanero de modo tan enigmático como abrupto hace más treinta años. ¿Se fueron también las gaviotas para Miami, o las convirtieron en fritas cuando inventaron la libreta de abastecimientos, a principios de los años sesenta?

En rigor, La Habana no tiene playas. Hay que pasar por el túnel para ir a La Habana del Este (Santa María, Guanabo), o dirigirse al Oeste, a las playas de Marianao o de Miramar, para ver algo parecido a la Barceloneta. En vez de blanda arena, lo que hay en el litoral habanero es arrecife, "diente de perro", como decía mi padre para referirse a esas rocas cortantes que se ven en las pocetas del malecón habanero.

Tanto la metáfora ("diente de perro") como la constitución geológica a la que alude, ya designan una barrera hostil, un impedimento, un obstáculo que nos separa del mar. En vez de suave arena, allí encontramos una estructura agresiva, como si el "diente de perro" fuera el anticipo de los muchos dientes de tiburón que nos esperan mar afuera.

"¿Qué es un malecón?", se pregunta Stephen Dedalus, el personaje de Joyce, y responde: "un puente decepcionado".

El malecón es el muro de las lamentaciones de estos judíos errantes del siglo XX que somos los cubanos.

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