www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
   
 
La Habana: El martillo y el yunque
por ORIOL PUERTAS
 

Rolando fue capitán de milicias. Luchó en el Escambray contra los grupos de alzados que el gobierno llamaba "bandidos", quizás para olvidar más pronto que muchos de ellos habían sido sus compañeros de armas en la Sierra y las ciudades.

A finales de los cincuenta, había integrado células urbanas del Movimiento 26 de Julio para cometer sabotajes. Puso más que un grano de arena en el derrumbe de una tiranía demasiado oprobiosa para los cubanos. Él mismo fue el encargado de dejar a oscuras la ciudad donde vivía y estuvo entre los primeros que se enteraron de que Batista había huido.

Era el triunfo. Era la gloria. No tardó en alistarse como miembro de las fuerzas que ahora defenderían las conquistas que el nuevo proceso traería. A la par que se entrenaba en rudas maniobras combativas, estudiaba por manuales a los clásicos del marxismo, explicados por improvisados profesores que parecían declamar sin invitar a razonar. También repasó unos folios de historia de Cuba en los que por fin se establecían las "verdades" más inamovibles y necesarias: todo cuanto se hizo fue continuar la obra de los mambises. Todavía no era tiempo de dudar.

Su biografía es la de un cubano común y corriente. Está atravesada por los rigores de la época que le tocó en suerte. Fue de movilización en movilización. Participó en las zafras del pueblo, sembró café en el cordón de La Habana, organizó núcleos partidistas en el lugar que le encomendaran y educó a sus hijos con la rectitud de una búsqueda utópica: edificar el hombre nuevo, el ser del futuro por el cual seríamos envidiados, el eslabón más importante de una sociedad perfecta. O casi.

Con los ochenta sobrevinieron los cargos. Fue funcionario del Partido Comunista de su provincia, pero con la debacle de Carlos Aldana fue trasladado a una escuela. Se entregó a la nueva misión de asegurarles la comida a los estudiantes como si anduviera todavía con el fusil al hombro. Era un hombre recto. Demasiado honesto. Sólo él sabía que no estaba animado por ningún espíritu arribista, como había visto a tantos. Ni siquiera había tenido tiempo de prodigarse comodidades. Seguía viviendo en el mismo pequeño y modesto apartamento de un apartado reparto de su ciudad.

Un día de principios de los noventa, a punto de jubilarse, entregó el carné del Partido. No dio muchas explicaciones. No habló con nadie, excepto con su hijo más inquieto, el que más preguntaba, el que parecía comprenderlo mejor: "Me cansé de ser martillo, ahora quiero ser yunque".

Las lecciones de humildad que en vida dio lo llevaron a trabajar en un parqueo de bicicletas hasta el mismo día en que un infarto le partió en dos el corazón. A un lado de la cama, donde su esposa lo encontró ya sin aire, estaba marcada una página de Informe contra mí mismo, el testimonio de un escritor cubano al que él jamás oyó mencionar: Eliseo Alberto.

Los criterios que pudo suscitarle una lectura que era lo más parecido a un desnudo, se los llevó Rolando a la tumba. Allí se hablaba de otras verdades. Allí se contaban muchas historias de gente común. Gente como él. Gente que aplazó su paz por la tranquilidad de otros. Que aplazó sus plenitudes y trocó en trabajo el destino que en algún sitio estaba escrito para él.

No pudo terminar de leerlo, acaso porque tampoco pudo acabar de entender su propia vida. La vida que le dejaron vivir. Se fue soportando el peso de muchas preguntas, más de las que él mismo habría podido responderse, pero muchas menos de las que su hijo no tuvo tiempo de hacerle.

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