www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
   
 
La Habana: Las canciones de Raquel
por LUIS CINO
 

Hay madres difíciles. Raquel ha tenido dos de ellas. La biológica que, puesta a elegir, la abandonó en Rancho Boyeros para luego lamentarlo amargamente el resto de su vida, y la adoptiva, que no se ha caracterizado por su generosidad. Raquel es hija de la Patria y ésta ha sido dura con ella. O al menos lo han sido los que ostentan su monopolio y dicen representarla. Pero Raquel, a los 45 años de edad, sigue decidida a no abandonar su Patria, aunque en ella ya no le queden ilusiones.

La Habana
La Habana irrenunciable de Raquel.

Sus motivos para quedarse ya no son los mismos que la llevaron a no acompañar a su madre en 1968 en su vuelo a Miami, con sólo nueve años, imbuida en el adoctrinamiento escolar, el apego a la abuela materna que se quedaba en Cuba y la mano apretada por un miliciano en el aeropuerto, solícito ante su llanto y sus gritos de que no quería irse.

La mamá, con su otro hijo en brazos, discutió con ella, con las autoridades, lloró, rogó y gritó antes de dar el paso más grave de su vida: subió al avión dejando a la niña entre milicianos y funcionarios.

Ese día, Raquel supo que se había convertido en hija de la Patria. "En lo adelante", le dijeron ante una loma de papeles, "la revolución velaría por ella y nada le faltaría".

De su madre, sólo le quedaron algunas fotos y vagos recuerdos evocados por el Chanel que usaba y las canciones de Aznavour. Durante más de 10 años no se atrevió a cometer el pecado ideológico de contestar las cartas procedentes del Norte, donde la madre le animaba a reunirse con ella y su hermanito cuando quisiera. En la escuela habían sido bien claros al respecto.

En 1979, cuando autorizaron los viajes a Cuba de la denominada "comunidad en el exterior", su madre le envió una carta preguntándole si la recibiría si viajaba a La Habana. Por primera vez, Raquel la llamó por teléfono para rogarle que viniera cuanto antes. A ambas, los sollozos les impidieron hablar en los apenas tres minutos que duró la llamada… antes de interrumpirse.

Cuando dos meses más tarde, una noche de junio, se abrazaron frente al hotel Habana Libre, Raquel tenía 20 años, estaba casada, y marcada además por las carencias afectivas de una infancia azarosa, las huellas del mal vivir: ya no veía la vida con los colores de los textos escolares y los folletos de instrucción revolucionaria. Se refugiaba de sus decepciones en el piano y se confesaba incapaz de alejarse de las palmas, las playas y las calles habaneras.

Su manía de entonces era el rock que había conocido a través de la "Dobliu" (que no era una, sino dos emisoras del sur de la Florida que escuchaban legiones de jóvenes cubanos: la WQAM y la WGBS). Pasaban días borrachos o fumando marihuana, ella y su marido, un chico flaco, melenudo y miope, expulsado de la universidad por "problemas ideológicos".

En el verano de 1980 declinó la oferta materna de venir a buscarla al Mariel. Raquel ensayaba incansablemente con los músicos de un popular grupo pop que había sobrevivido a un accidente automovilístico. Ya no soñaba con ser una estrella rockera a lo Stevie Nicks. Se conformaba con componer sus propias canciones, con un toque de jazz, y cantarlas al piano a lo Carole King en algún club habanero, antes de saltar a la fama mundial.

No tenía casa. Rodaba por ahí con su pequeña. Vivía del dinero que le enviaba su madre con alguien que viniera a Cuba. Ocasionalmente, cuando la remesa demoraba, se acostaba con marinos griegos o filipinos que le presentaba su amiga Fanny.

Ambas pasaron tres años en la prisión de Manto Negro, acusadas de prostitución y tenencia de dólares (que entonces era un grave delito).

En 1985, unos meses después de salir de la cárcel, su madre volvió a Cuba con la esperanza de convencerla y llevársela a EE UU. Raquel fue terminante: nunca dejaría su país, menos ahora que el padre de su niña no le dará permiso para llevársela.

Antes de regresar a Miami, le compró una habitación con barbacoa en una desastrada cuartería de Centro Habana, y un piano. Le prometió visitarla cada dos años y ayudarla en todo lo posible.

Ni siquiera los años más duros del Período Especial hicieron que Raquel cambiara de opinión. Su nuevo marido se la llevó a tocar en una orquesta de timba donde era la única mujer y la única blanca, lo que la hacía el centro del show. Lo fue el tiempo que duró con él.

Cuando no tenía ensayo, ayudaba a una vecina que vendía pizzas. Cada noche, excepto los lunes, tocaba en algún club. Volvía a casa en bicicleta, con un machete recortado oculto en la mochila, como precaución. La falta de sueño, la mala alimentación, los nervios y los viajes en bicicleta la hicieron adelgazar exageradamente.

Fue en esa época que por problemas de salud hizo "Iyabó". Antes había cogido la mano de Orula. Dice que los santos le han dado "Iré" y la han ayudado a superar la mala racha. Aunque a veces les grite y los castigue dentro del armario.

Desde hace varios años, toca con un grupo de salsa y merengue que antes era un trío que interpretaba canciones españolas. Le pagan poco, pero lo suyo es tocar. Si bebe más de la cuenta, es cuando mejor toca. Le preocupa que solamente borracha logre el mejor ángulo para mirar la vida y no ver las cosas tan grises.

Sin embargo, sus canciones, que sólo canta en casa, son cada vez más tristes. Hablan de amores truncados y sueños perdidos, de amigos lejanos, de playas y calles que nunca abandonará, de su voluntad de quedarse —pese a todo— en su ciudad, y esperar otro amanecer.

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