www.cubaencuentro.com Martes, 18 de mayo de 2004

 
   
 
Barcelona: Cuba Ocho
La Habana de antaño resucita en la Ciudad Condal: ¿Dónde alquilan hoy los niños cubanos triciclos, bicicletas, carritos a pedal?
por MANUEL PEREIRA
 

Durante algunos años viví cerca del Arco de Triunfo de Barcelona. Frente a ese arco de ladrillos hay una boca de metro, y cada vez que yo entraba o salía por allí percibía un olor que me embargaba. En más de una ocasión me sorprendí detenido en esa esquina de la Avenida Vilanova olfateando el aire sin saber por qué. ¿Cuál era el misterio de aquel olor como a caucho almacenado?

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Esas emanaciones me remontaban a la Habana Vieja, concretamente a Cuba Ocho, que era un local donde alquilaban bicicletas, entre el Bar Lucero y el Bar Cabaña, cerca de la entrada del túnel. Y es que en el número 1 de la Avenida Vilanova hay un establecimiento que se llama Bicicletas Castells.

Allí venden recambios, accesorios y neumáticos. Fundada en 1928, la tienda exhibe bicicletas y ruedas colgando en lo alto, igualito que en Cuba Ocho, de donde siempre emanaba un persistente olor a goma recauchutada. De las vigas del local habanero pendían ristras de llantas, y en las paredes colgaban decenas de bicicletas. Puestas en hilera, con los manubrios mirando al techo, las bicicletas erguidas parecían caballos piafantes o leones rampantes que quisieran subir al cielo.

Pero en Bicicletas Castells no alquilan bicicletas, ni triciclos, ni jeeps en miniatura accionados por pedales como en Cuba Ocho. Los fiñes de mi barrio, y de otras partes de la ciudad, acudían en masa a Cuba Ocho para montar bicicleta en el Parque del Anfiteatro o en el Parque de las Misiones.

Más de una vez he entrado en Bicicletas Castells haciéndome el loco, preguntando el precio de unos pedales de repuesto, curioseando en las vidrieras, como si fuera un cliente a punto de comprar. Todo una puesta en escena sólo para imaginar que volvía a entrar en Cuba Ocho.

"¿Cuánto cuesta aquella bicicleta de allí?", preguntaba mientras me dejaba invadir por el tufillo a goma acumulada, a grasa de catalina, viendo las bicicletas y las ruedas que colgaban como trofeos o reliquias. "¿Y aquella otra de allá?". Si seguía entrando allí tan seguido la empleada iba a darse cuenta de que yo no pensaba comprarle nada, como no fuera un puñado de recuerdos. Así que empecé a espaciar mis visitas, o bien esperaba a que hubiera otro vendedor tras el mostrador.

Cuba Ocho era una fiesta todos los días y, en particular, los domingos.

Nuestros padres alquilaban una bicicleta o un pequeño automóvil por un precio supermódico y uno se pasaba una o dos horas pedaleando por la explanada de La Punta o en la Avenida del Puerto. Ahora que hay tantas bicicletas en La Habana… ¿no piensan resucitar Cuba Ocho? Han rehabilitado el Bar Lucero y el Bar Cabaña, pero… ¿y qué pasa con Cuba Ocho? El edificio que hace esquina en Cuba y Peña Pobre ha dejado de ser un policlínico para convertirse en el Hotel San Miguel. Pero… ¿cuándo volverá a abrir sus puertas Cuba Ocho?

¿Dónde alquilan hoy los niños cubanos triciclos, bicicletas, carritos a pedal? Hace un año vi fugazmente en el Parque del Anfiteatro, en la Maestranza, una especie de parque de atracciones. Eso me alegró, pero vi también un letrero avisando a los padres que tienen que sacar reserva. O sea, hay colas para entrar, pues es el único parque urbano de recreo que hay, salvo el Parque Lenin —que está en las quimbambas— y Jalisco Park, que aparte de ser pequeño seguramente está destartalado. El Coney Island que estaba en la Playa la Concha pasó a la historia hace muchos años con su montaña rusa herrumbrosa.

¿Cuándo volverá a la vida ese sitio encantado que era Cuba Ocho? Mi padre era camarero en el Bar Lucero, y todos los domingos me alquilaba una bicicleta Niágara allí. Pero Cuba Ocho encierra otro misterio. Al lado está la casa donde vivió Julián del Casal. Es un rincón impregnado de poesía, porque siempre he imaginado que fue en la azotea de esa casona donde nuestro poeta niponizado se murió de risa, literalmente. Alguien hizo un chiste durante una comilona y él se atragantó de tanto reír hasta caer fulminado.

En un inusitado acto poético al revés, Julián del Casal había conseguido que "morirse de risa" dejara de ser una hipérbole. No sé si alguien hoy puede permitirse el lujo de morirse de risa en la Isla, pero desde luego, pasar por Cuba Ocho y ver que sigue cerrado es para morirse de llanto. Al menos eso experimento yo cada vez que paso por la esquina del Arco de Triunfo, donde está Bicicletas Castells.

En nombre de los que fuimos niños allá por el 58, en nombre de los niños habaneros de hoy, yo propongo desde el exilio —ya que en mi país nunca me dejaron proponer nada— que vuelvan a abrir Cuba Ocho. En pesos cubanos, por favor.

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