www.cubaencuentro.com Jueves, 08 de julio de 2004

 
   
 
Gibara
La llamada Villa Blanca de Cuba es hoy un sitio fantasmagórico, donde prosperidad es una palabra del pasado.
por ORIOL PUERTAS, La Habana
 

Gibara es una pequeña villa ubicada al norte del oriente cubano. Curiosamente, aunque más de un hijo suyo ha dejado una huella imperecedera en la cultura cubana, sus habitantes parecen no sentir demasiado entusiasmo por ello. Allí nacieron el novelista Guillermo Cabrera Infante, Premio Cervantes; y el guitarrista Manuel Galván, flamante Premio Grammy. Muy cerca de allí, en tierras vianderas de Perronales, nació otro famoso que no tuvo la dicha de ser premiado por nadie y sí la mala suerte de los perseguidos hasta la tragicidad: Reinaldo Arenas. Al cabo, alegan, Cabrera vive su exilio en Londres, Galván en La Habana y Arenas se murió en Nueva York.

Malecón
Gibara: derrumbes, desidia y desesperanza (Adam Jones).

Hoy, quienes no han emigrado hacia alguna ciudad menos asfixiada por la aguda crisis económica en la Isla, viven a la espera de un milagro. Los días que corren semejan la confirmación de una suerte de conjuro, activado desde que la carretera central y un puerto de poco calado lo echaron todo a perder. Paradójicamente, muy cerca del sitio por donde aseguran desembarcó el Gran Almirante, una buena cifra de cubanos desesperados todavía se arriesga con la moneda azarosa de una travesía en balsa hacia el reto de la muerte o la felicidad.

Gibara es zona agrícola, pero quién vive de cultivar la tierra en un país maldito donde lo mismo deja de llover un año entero que llega un huracán y arrasa. Como aquel de 1959, que nadie se explica cómo pudo dejar tanta aridez en lugar de agua. En su corta geografía, para colmo mal delimitada —como les sucedió a tantos y tantos pueblos luego de 1976— por una División Político-Administrativa impuesta sin consultar con nadie, no hay oro negro ni amarillo, no hay centrales azucareros ni fábricas de níquel, no parece ser muy atractivo para turistas y encima los inspectores estatales se entretienen confiscando mariscos.

"Salvavidas", le dicen los gibareños al pescado que algún temerario lugareño se arriesga a vender luego de una larga noche de búsqueda. En otros puntos de la Isla se les dice así a los huevos cuando llegan a la casilla —a manera de chiste: también les dicen "los yanquis", nunca se sabe cuántos son ni cuándo llegarán—. Pero en Gibara, hace mucho tiempo que hasta los huevos se perdieron. Y encima, luego de una tarde entera mirando al mar, alguien con cara de hambre pasa diciendo que alguien con cara de policía dijo que los mariscos deben reservarse para extranjeros: el país necesita las divisas.

Algunos ancianos memoriosos creen recordar que en su niñez oyeron hablar de prosperidad. Funcionaba el ferrocarril. Funcionaba el puerto. Funcionaba el comercio. Funcionaba el teatro de concha, majestuoso antes, hoy en ruinas, como todo. Funcionaba un ferry que llegaba hasta Manhattan. El siglo XX había heredado no pocas ventajas del XIX en un amurallado poblado pro español que nunca vio acercarse un mambí por allí. Y cerca estaba Velasco, el llamado "granero de Cuba", el edén del condimento, las tierras más fértiles. Y todavía más cerca estaba Auras, la cuna de la mejor butifarra.

Prosperidad. Qué palabra tan del pasado.

Allí cualquiera te lo cuenta: en 1959 ya hacía rato que no existía el ferrocarril. Machado y su carretera, allá por los finales de la década del veinte, le dieron el tiro de gracia al viejo puerto. Las mercancías comenzaron a ser trasladadas por el nuevo camino plagado de lomas, baches y curvas de espanto. Las flotillas de camionetas de carga hicieron su agosto. "Sí, es verdad. No había ya trenes ni movimientos de barcos importantes, pero había mucha vida, diurna y nocturna, mucha actividad y mucha gente moviéndose a todos lados, probando suerte", dice un jubilado gibareño, "exiliado" en La Habana y que no quiere publicar su nombre.

A menos de 40 kilómetros está Holguín, la ciudad cabecera de la provincia de igual nombre. Las relaciones entre ambas urbes, tradicionalmente, no han sido muy buenas. En el himno local de Gibara hay una referencia peyorativa hacia sus vecinos, quienes fueron ganando en autoridad y desarrollo, sobre todo luego de los años cincuenta de la pasada centuria, a la vez que la vieja villa iba perdiendo fuerza. "La suerte es que nosotros tenemos todavía el mar, aunque sólo nos sirva para contemplarlo", expresa al visitante Ana Clara, una señora entrada en años, desde el portal de su casa frente al viejo malecón.

Como intentando avivar nostalgias —no se sabe de qué—, todavía algunos paisanos de tierra adentro se dan un salto hasta la única ciudad costera —junto con Baracoa y Puerto Padre— del norte oriental cubano. Se puede conversar con algunos. Han llegado para respirar aire salitroso, puro y del norte. Y más de uno recuerda cómo en 1994, en plena crisis de balseros, las autoridades decretaron que se necesitaba un salvoconducto para entrar a la villa. Ni en el siglo XIX se vio algo semejante: la plaza estuvo sitiada por primera vez.

Pero ciertamente es muy poco lo que pueden admirar en un puñado de barrios sin orgullo. Es que hoy, la antiquísima Villa Blanca parece un sitio fantasmagórico. Está nublada por las tres "D" del presente: los derrumbes, la desidia y la desesperanza. Son como las ruinas que cita Cabrera Infante, leído en Heródoto, ante las cuales un hombre, forastero o guerrero, lo mismo da, se detiene impávido al final de una batalla.

EnviarImprimir
 
 
En Esta Sección
Nueva Jersey: Memento morti
ALEXIS ROMAY
Lucerna: Raúl Rivero y los suizos
TANIA QUINTERO
La Habana: Récord de calor y de consignas
IVáN GARCíA
Editoriales
Sociedad
Cultura
Internacional
Deporte
Opinión
Desde
Entrevista
Buscador
Cartas
Convocatorias
Humor
Enlaces
Prensa
Documentos De Consulta
Ediciones
 
Nosotros Contacto Derechos Subir