www.cubaencuentro.com Jueves, 02 de septiembre de 2004

 
   
 
La Habana: Monólogo de Andrea
por ORIOL PUERTAS
 

Mi vida está llena de cicatrices. Si empiezo por el final sabrán que tengo muy poco, que he llegado a la vejez con estas tiras de angustia a las que no sé si llamar memoria.

La Piedad
La Piedad (Reinaldo Pagán, Cubanart).

Yo vengo del campo, de allá de Oriente. Estoy en La Habana por la caridad de una sobrina. Hace mucho tiempo que vivo sola, suficiente para saber que así me voy a morir. Tres veces sola, sin nadie que me llore o pregunte por mí.

Tuve dos hijos. Al mayor me lo llevaron para Angola y, en menos de un año, me lo devolvieron en una minúscula y oscura caja de cenizas grises. El otro armó una balsa en el 94 y al parecer se lo tragó el mar. No supe más de él.

Los dos los tuve con Hermes. Eran igualitos a su padre. Impulsivos, inconformes, luchadores. El menor no pudo hacerse médico porque en las pruebas de admisión dijo que lo de la gratuidad de la salud era un cuento chino. Con otras palabras, claro, con argumentos, pues para eso estudiaba y leía tanto. Ahí mismo lo mandaron de cabeza a un politécnico.

Cuando me pongo a rezar, ¿qué usted cree que le pido a Dios? Si piensa que compañía, se equivoca de medio a medio. Me dirá que la soledad es mi signo, que una nueva compañía será una angustia nueva. Le pido paz interior y que no demore más mi fin. De todas maneras, para mí es un triunfo no haber enloquecido.

Yo le agradezco tanto a Yuli, mi sobrina, lo que hace por mí, pero en esta casa no reconozco a mis fantasmas. Esa es la verdad. Estoy como exiliada de mí. Hasta el rostro de Hermes se me desdibuja, justo ahora cuando van a hacer 46 años que me lo mataron los batistianos.

Sí, recuerdo bien ese día. Y también ese nombre: Sosa Blanco. Nos habían dicho que nos fuéramos bien lejos de allí, pero Hermes me dijo que no, que no había terminado su trabajo. Admiraba a Chibás. Era ortodoxo y más bien pacífico, no rebelde, pero en 1958, a menos de veinte días de que Batista se fuera, esas definiciones no importaban. Ni a un bando ni al otro.

Yo estaba embarazada. Me escondí cerca. Tan cerca que escuché las ráfagas. Hermes quiso destruir el viejo puente de madera. Lo delataron y no tuvo tiempo de huir. Allí mismo, al pie del puente, lo ejecutaron. Al oír los disparos abracé a mi hijo mayor, muy pequeño todavía, y entonces supe que estábamos solos. Para siempre.

A partir de ahí sentí que mi vida daba tumbos. No supe si alegrarme o maldecir cuando me enteré que los rebeldes entraron en La Habana. Sólo recuerdo haberle dicho a mis hijos que no valía la pena construir nada a base del sufrimiento ajeno.

Eso lo pienso todavía. ¿Y saben por qué? Porque el tiempo acabó dándome la razón. Definitivamente. Yo creí que al principio exageraba, que me estaba cegando el dolor y la necesidad. Pero todo cuanto ha sucedido en estos años me hace respirar en paz, esa rara paz propia de quienes sabemos que no nos equivocamos.

Hermes lo tenía claro. Lo conversábamos por las noches, a la luz de un mechero. Sé que él no luchó por esto. Su ideal no tenía nada que ver con dictaduras de ningún tipo, mucho menos con comunistas o soviéticos. Me encargué de educar a mis hijos siguiendo esas palabras, a pesar de que ellas sólo nos trajeron problemas.

Él era coherente. Yo no sé ser de otro modo. La vida me ha castigado viviendo demasiado, alargando el instante en que nos reencontraremos. Juntos, los cuatro. Pero sé que está más cerca ya. Y no me desespero.

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