www.cubaencuentro.com Martes, 16 de agosto de 2005

 
  Parte 2/2
 
La Habana: El fatum de Fayad Jamís
¿Qué sucedió por fin con los cuadros y dibujos del pintor? ¿Terminaron convertidos en carne de puerco?
por RAFAEL ALCIDES
 

Aquí paz y en Guayos gloria

La Fundación Fayad Jamis no lo permitiría. Tenía propósitos muy serios. Además de conservar la obra del Moro, como cariñosamente llamábamos a Fayad sus amigos, la Fundación recabaría para sus fondos donaciones de coleccionistas y artistas cubanos y del exterior. Tal había sido la última voluntad de aquel hijo de libanés que nació en México en 1930 y vivió en numerosos pueblos de Cuba antes de llegar por fin a Guayos, pequeño poblado de la entonces provincia de Las Villas, al cual, por esas trampas del corazón, adoptó como su cuna, a pesar de haber llegado allí ya saliendo de la adolescencia y como quien dice de pasada, pues sólo vivió en Guayos tres años.

A Guayos, sin embargo, a aquel melancólico pobladito situado a la orilla de la carretera central, en mitad de la Isla, adonde soñó viendo pasar los ómnibus que iban para La Habana y donde escribió sus primeros versos y amó a la muchacha a la que nunca se atrevió a decirle nada, a Guayos quiso el poeta y pintor Fayad Jamís dedicar los bienes que atesoraba en su templo de la calle O y 27.

Avisado de todo esto estaba el secretario del Partido en la provincia de Sancti Spíritus. En su momento, Fayad lo había acordado con él, y José Luis Moreno del Toro, poeta y médico, había mantenido el contacto. Enormes eran los planes del secretario del Partido. Todo un centro cultural con anfiteatro, salón de conferencias, galerías para exposiciones de pintores, imprenta artesanal, cafetería y biblioteca, de manera que además de la función cultural que en la provincia prestaría la Fundación constituiría un lugar de obligada escala para el turista.

Es ley, sin embargo, que los que van a morir propongan y el fatum disponga. Fayad Jamís murió soltero y sin testar. Durante tres años vivió al cuidado de una bella muchacha treintaitantos años menor que él, pintora y poeta, que lo amaba con devoción. Ni sus antiguas esposas ni su hija francesa, ni sus hermanas que vivían en Sancti Spiritus (al lado de Guayos), vinieron a atenderlo. Fue Margarita García Alonso su enfermera y su aliento para seguir viviendo y escribiendo y pintando hasta el último momento. Pero en términos legales eso ahora era humo.

Rauda, la hija de Fayad, una muchacha fina, bella e inteligente, magnífica escritora, era la heredera universal. Puesto que como extranjera no podía (ni ella se lo propuso) sacar del país la obra de su padre por ser ésta considerada patrimonio nacional, la donó, junto con el automóvil del poeta y el apartamento de O, a sus tías de Sancti Spíritus, dos hermanas de Fayad —recién conocidas por ella en una rauda visita efectuada a Cuba un año atrás, deseosa de conocer la tierra de su padre, al que conociera par de años antes en México— con las que el pintor ni se carteaba ni se veía.

Imagínense, un hombre que pasó estrecheces por no vender una tela o un dibujo, y que con tantos temores había entrevisto el probable porvenir de su obra. Con mucha pena por Rauda, Moreno del Toro y un grupo de amigos consultamos el caso y un abogado nos dio la solución: casar post mortem a Fayad y Margarita, ésta cedía sus derechos a la Fundación y aquí paz y en Guayos gloria.

Pero enmascarándose el fatum de Fayad con una cadena de delicadezas que empezada con Rauda por sus tías y continuada por las dos últimas esposas de Fayad, las que por delicadeza se creían en el deber de apoyar a Rauda, movieron aquellas damas sus caracoles, subieron al cielo a hablar con Dios, y a pesar del apoyo de importantes figuras de gobierno nacionales y extranjeras con que contaba nuestro proyecto, impidieron la boda del difunto y la jovencísima y bella Margarita.

¿Qué sucedió por fin con los cuadros y dibujos de Fayad? ¿Terminaron convertidos en carne de puerco? ¿Se están comiendo las cucarachas los gordísimos files llenos de originales inéditos y sin copia, algunos de ellos de los años cincuenta, que por lo general permanecían amontonados en su mesa de trabajo para tenerlos a mano por si entre trazo y trazo de pintura se le ocurriera tacharles o adicionarle algo? Nadie me lo diga. No quiero saberlo.

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