www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
   
 
La Habana: El extraño caso de las posadas
por RAFAEL ALCIDES
 

Yendo yo por Reina, una mañana del año 1959 a eso de las diez, oí al llegar a Rayo una voz salida de un magnetófono dando órdenes de salir con las manos en alto, todos. "Estén como estén", precisaba furibunda la voz empezando a contar: uno, dos, tres…

Pensé que había sido localizado un foco de esbirros de los que aún andaban escondidos en aquellos primeros días del triunfo revolucionario en que todos andábamos armados. Por la novedad, y por si pudiera ayudar, me abrí paso entre la molotera formada en torno a un grupo de carros policiales. Allí estaba el hombre del magnetófono, reloj en mano, diciendo que les daría, todavía, un minuto más.

Sin embargo, no salieron esbirros de aquella puerta, que tan conocida me era: salieron pobres civiles asustados, hombres en calzoncillos y mujeres en refajo, además de numerosos rebeldes de melena, barba, rosario y armas al hombro, sin camisa dos o tres de ellos y uno en cueros. Este con cara de Martín Fierro, fusil en posición de disparar, diciendo que a él había que matarlo, pero que a su hembra no se la veía a nadie.

Era una posada el lugar. La posada que estaba a un costado del cine Reina, y el hombre del magnetófono era un tal César Blanco, director de Orden Público, si no recuerdo mal.

Después desaparecieron a César Blanco, nunca más se oyó hablar de él. Pero también desparecieron las posadas. Las había por docenas dentro de la ciudad, y también fuera de la ciudad. Todas con aire acondicionado, limpias, cómodas, provistas de abundante agua fría y caliente, toallas y ropas de cama limpia, velador, radio, luces de misterio y de las otras, y muy económicas. Tres pesos las primeras tres horas, y cincuenta centavos la hora adicional, aun las que tenían espejos en el techo. En muchas de ellas, podías entrar en tu automóvil de modo que el empleado de la carpeta no te viera a tu dama. Entre las más populares estaba la de 24 y 11, en el Vedado, donde todavía el eco del pasado conserva suspiros y ayes salidos del alma que harían temblar la tierra, y que fue una de las que más duró.

A fines de la década de los años sesenta eran frecuentes allí las colas de hasta dos días, lo cual era un riesgo porque a última hora podía avisar la administración que se acabó la ropa de cama limpia o que faltaba el agua. Pero la esperanza de los enamorados es terca como la de los condenados a muerte. Las mujeres aprovechaban para tejer, comentar películas, e intercambiar recetas de cocina y hasta para cortarse el pelo o arreglarse las uñas, ya que pronto surgieron entre ellas las avispadas que descubrieron que podían ganar dinero y entretenerse mientras esperaban. Otros eran revendedores de turnos.

Como muchas parejas tenían días fijos, especialmente los matrimonios que por falta de vivienda iban a verse allí, surgieron entre ellas grandes amistades, quien llegaba primero le "marcaba" a la otra, después salían el mantel y los platos y a intercambiar los alimentos ya convenidos llevados en cantina, latas o cartuchos. Todo esto creó en 24 y 11 una gran familia que, cortés, por la noche, viraba la cara cuando alguna pareja que no pudo seguir aguantando las ganas después de horas haciendo la cola, decidía aliviarse provisionalmente detrás de una areca.

Cosas del recuerdo

En tanto, La Habana seguía creciendo y las posadas seguían desapareciendo, ahora con el nuevo método de la falta de ropas de cama, la ausencia de agua o el sorpresivo imprevisto del motor roto, método rotundo pero más sofisticado que el de César Blanco en la mañana de 1959 —y que a alguna razón de Estado que un día nos será revelada debió obedecer.

Quedaba a los amantes el recurso del Bosque de La Habana, pero en este casi todo era zona militar y donde no lo era, las parejas para no ser aplastadas en aquel constante pasa pasa debían permanecer de pie tropezando unas con otras, apelmazadas como reses en una casilla del ferrocarril. Además, pronto fue el Bosque minado por gente curiosa que en las noches oscuras se te paraba al lado a mirar con una linterna.

Hoy la posada es un recuerdo, con el café de ventiladores de aspas y mesas de mármol, el puesto de chinos, la fonda de chinos y los chinos mismos con sus canastas de verduras. En los hoteles, ni al turista con todos sus dólares se le deja meter a una hembra a menos que sea su esposa y lo pueda demostrar. Decididos a burlar esta Ley Seca del sexo, algunos turistas alquilan en casas particulares, donde los dueños deberán pasarse la noche vigilándolos porque si los inspectores —por lo que ellos a su vez son vigilados— les encontraran una hembra o un varón no declarados en Inmigración, perderían la licencia.

En cuanto a las parejitas de cubanos necesitadas de un nidito de amor por dos horas, no son tantos los dueños de casa que se atrevan a alquilarles, no obstante los altos precios alcanzados por estos servicios. Tal vez lo que se busca con estas medidas, me decía un experimentado militante, es evitar que los extranjeros "nos conviertan el país en nuevos Sodomas y Gomorras"; y en lo que al cubano respecta, "evitar un desmedido crecimiento demográfico que, en un país bloqueado y amenazado de invasión, equivaldría a un suicidio". "¡Ya sabía yo, caramba!", exclamé. Despejado el enigma, me reconcilié con el largovidente César Blanco.

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