www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 2/37
 
La Historia me absolverá
El 16 de octubre de 1953 Fidel Castro Ruz realizó su autodefensa durante el juicio por el asalto al cuartel militar Moncada, en la ciudad de Santiago de Cuba. El alegato fue publicado en un folleto titulado La Historia me absolverá, en 1954.
 

¿Cómo mantener todas sus falsas acusaciones? ¿Cómo impedir que se supiera lo que en realidad había ocurrido, cuando tal número de jóvenes estaban dispuestos a correr todos los riesgos: cárcel, tortura y muerte, si era preciso, por denunciarlo ante el Tribunal?

En aquella primera sesión se me llamó a declarar y fui sometido a interrogatorio durante dos horas, contestando a las preguntas del señor Fiscal y los veinte abogados de la Defensa. Pude probar con cifras exactas y datos irrebatibles la cantidad de dinero invertido, la forma en que se habían obtenido y las armas que logramos reunir. No tenía nada que ocultar, porque en realidad todo había sido logrado con sacrificios sin precedentes en nuestras contiendas republicanas. Hablé de los propósitos que nos inspiraban en la lucha y del comportamiento humano y generoso que en todo momento mantuvimos con nuestros adversarios. Si pude cumplir mi cometido demostrando la no participación, ni directa ni indirecta, de todos los acusados falsamente comprometidos con la causa, se lo debo a la total adhesión y respaldo de mis heroicos compañeros, pues dije que ellos no se avergonzarían ni se arrepentirían de su condición de revolucionarios y de patriotas por el hecho de tener que sufrir las consecuencias. No se me permitió nunca hablar con ellos en la prisión y, sin embargo, pensábamos hacer exactamente lo mismo. Es que cuando los hombres llevan en la mente un mismo ideal, nada puede incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni la tierra de los cementerios, porque un mismo recuerdo, una misma alma, una misma idea, una misma conciencia y dignidad, los alienta a todos.

Desde aquel momento comenzó a desmoronarse como un castillo de naipes el edificio de las mentiras infames que había levantado el Gobierno en torno a los hechos, resultando de ello que el señor Fiscal comprendió cuán absurdo era mantener en prisión a todas las personas a quienes se acusaba de autores intelectuales, solicitando de inmediato para ellas la libertad provisional.

Terminadas mis declaraciones en aquella primera sesión, yo había solicitado permiso del Tribunal para abandonar el banco de los acusados y ocupar un puesto entre los abogados defensores, lo que, en efecto, me fue concedido. Comenzaba para mí entonces la misión que consideraba más importante en este juicio: destruir totalmente las cobardes cuanto alevosas y miserables, cuanto impúdicas calumnias que se lanzaron contra nuestros combatientes, y poner en evidencia irrebatible los crímenes espantosos y repugnantes que se habían cometido con los prisioneros, mostrando ante la faz de la nación y del mundo la infinita desgracia de este pueblo que está sufriendo la opresión más cruel e inhumana de toda su historia.

La segunda sesión fue el martes 22 de septiembre. Acababan de prestar declaración apenas diez personas y ya habían logrado poner en claro los asesinatos cometidos en la zona de Manzanillo, estableciendo específicamente, y haciéndola constar en acta, la responsabilidad directa del capitán jefe de aquel puesto militar. Faltaban por declarar todavía trescientas personas. ¿Qué sería cuando, con una cantidad abrumadora de datos y pruebas reunidos, procediera a interrogar, delante del Tribunal, a los propios militares responsables de aquellos hechos? ¿Podía permitir el Gobierno que yo realizara tal cosa en presencia del público numeroso que asistía a las sesiones, los reporteros de prensa, letrados de toda la Isla y los líderes de los partidos de oposición a quienes estúpidamente habían sentado en el banco de los acusados para que ahora pudieran escuchar bien de cerca todo cuanto allí se ventilara? ¡Primero dinamitaban la Audiencia, con todos sus magistrados, que permitirlo!

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