www.cubaencuentro.com Viernes, 22 de julio de 2005

 
  Parte 3/4
 
«No creo en el exilio como fatalidad»
El escritor Ernesto Hernández Busto cree que la literatura cubana del exilio asiste a un desplazamiento hacia el ensayo, que viene a dar cuenta del desarraigo de manera mucho más profunda que la novela.
por JORGE LUIS ARCOS, Madrid
 

Experiencia que, al menos en literatura, no propone una dirección unívoca: desde las reflexiones de Iván de la Nuez en La balsa perpetua (tal vez el primer ensayo que pensó la cultura cubana fuera de la deriva del nacionalismo ontologizante) hasta las ficciones de Rolando Sánchez Mejías, desde las novelas de José Manuel Prieto hasta la poesía de Rolando Prats. Todo eso cuenta.

No afirmo que antes no existiera esa experiencia: digo que mi generación capitaliza de algún modo esos precedentes para convertirlos en un rasgo fundamental de su poética. Pero esta "poética" generacional no despoja al exilio de su condición de castigo político y existencial: el mal está hecho, aunque el remedio no pueda disociarse del mal. A eso me refiero cuando hablo de "vida dañada", citando el subtítulo de Minima Moralia.

Toda generación que se autodefine como tal arrastra la presunción del nuevo comienzo. En una de sus típicas exageraciones, Lezama (católico y devoto de la creación ex nihilo) decía que el concepto generacional brotaba un poco del resentimiento, del rencor. Pero el reclamo de haber encontrado "la gallina de los huevos de oro del arte nuevo", como le decía Lezama a Mañach, también debería ser el nuestro. Mejor confesar sin complejos nuestro rencor generacional hacia la "cultura del compromiso" que venir a invocar ahora las raíces protozoarias de la creación.

Son previsibles las acusaciones de prepotencia. Pero no hay que olvidar que la nuestra ha sido, ante todo, una generación dispersa: sin plaza, sin ‡gora, sin políticas públicas ni secretas. Los escasos gestos públicos que la convocan tampoco son unánimes. Y es deseable que suceda lo mismo en el futuro, cuando el foro en ruinas empiece a atraer a los apóstoles y misionarios de la reconstrucción. En mi caso, me conformaría con que, vivamos donde vivamos, y pensemos como pensemos, podamos seguir leyéndonos. Leo con mucho placer a ensayistas cubanos más jóvenes que yo, como Duanel Díaz o Pablo de Cuba. Así que la cosa no pinta tan mal, supongo.

Si, como usted afirma, Lezama es el centro del canon cubano, ¿cuál sería su legado perdurable para el futuro de la literatura cubana?

Voy a citar a Perogrullo: el legado de Lezama, como el de cualquier gran escritor canónico, es su obra, su escritura. Pero me permitirás completar el lugar común con una moraleja para uso de futuros lectores. "Lo que más admiro en un escritor", decía el propio Lezama, "es que maneje fuerzas que lo arrebaten, que parezcan que van a destruirlo". "Que se apodere de ese reto y que disuelva la resistencia". Algo así.

Pues bien: si uno quiere tener a un gran escritor en la nómina de su canon, tiene que permitirle esos arrebatos, esas casi autodestrucciones. Es lo que pasa con varios párrafos políticos de Lezama que tanto han preocupado a muchos buenos lectores, y que tanto han servido a los peores. Una de las lecciones que deja la lectura de Lezama sería: "si quieres grandeza, has de pagar un precio".

¿Podría abundar un poco más sobre eso?

Es un asunto complejo, que abordo en mi libro anterior, Perfiles derechos. Tomemos, por ejemplo, a Mañach y a Lezama. Por un lado, nuestro liberal, nuestro ilustrado, cuyos valores son recomendables para las instituciones públicas; y por el otro, nuestro católico, capaz de proponernos el neomedievalismo político del Uno-Monarca, pero siempre consciente del valor de la vida espiritual y capaz de sorprendernos con sus extraordinarias intuiciones románticas en el mundo de la cultura.

Nuestra República tiene a ese Mañach-Settembrini, por un lado, y a Lezama-Naphta, por el otro. A la hora de la política, a la hora de ir a votar, sin duda nos adherimos a Settembrini. Pero una vez restablecido el paisaje liberal, Settembrini nos aburre un poco y extrañamos a Naphta con sus latinajos, la metafísica de su sistema poético y sus reflexiones a la sombra del Apolo del Belvedere.

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