www.cubaencuentro.com Viernes, 09 de septiembre de 2005

 
  Parte 4/5
 
«El marxismo es la última herejía del cristianismo»
Cuba, literatura e ideología en la vida de un escritor. Entrevista con Vicente Echerri.
por EMILIO ICHIKAWA MORíN, Homestead
 

Un cura amigo mío me contaba que el 1 de enero de 1959, en la primera misa de la mañana en la parroquia del Vedado, una de aquellas burguesas revolucionarias de los primeros días le comentaba llena de entusiasmo la fuga de Batista y de algunos de los connotados sicarios de su régimen: "Padre, y también se fueron Pilar García y Carratalá y Ventura…". Y él le había respondido con la sabiduría de un oráculo: "¡ay, hija mía, ya verás lo que es un país sin ventura!".

Hay quien dice que si falló el médico chino, a Cuba sólo la puede salvar Dios. El problema es que ya, a estas alturas, la mayoría de los cubanos —aunque se afanen a veces en decir lo contrario— no cree en Dios ni en la Virgen, ni en Santa Bárbara, incluso cuando truena. ¿Cree usted en Dios?

Insisto en creer en Dios, o en decir que creo en Dios. La sola afirmación es un "acto de fe" intelectual. Me apego, además, a las convenciones del culto cristiano a través de una de sus más hermosas confesiones: la Iglesia Anglicana, que aporta la liturgia más exquisita de la cristiandad occidental. En ese contexto seguiré repitiendo el Credo, con seriedad y con unción, pese a no creer ya en la mayoría de sus cláusulas.

Algunos amigos consideran que soy un ateo vergonzante; pero yo creo que hay un imperativo estético en afirmar la existencia de un absoluto, al tiempo que uno niega o ignora los dogmas particulares de una institución. Nunca voy a abandonar la Iglesia y, si me da tiempo, tomaré los sacramentos con lágrimas en mi lecho de muerte; a sabiendas de que no me espera nada después, nada en lo cual pueda conservar la conciencia de este ser humano que hoy soy.

He dejado de creer en el Dios providente, protector, redentor, perdonador, etcétera. Eso es el resultado de nuestra vanidad, de no aceptar nuestra finitud y nuestra mortalidad: pensar que, por ser capaces de escribir tratados de filosofía o de medir la distancia que nos separa de los astros, somos más importantes para el Creador que otros seres menos inteligentes. Y eso no es más que una desmedida arrogancia. Frente a la vastedad del universo, el paramecio y el hombre Isaac Newton son casi idénticos, igualmente insignificantes y prescindibles.

La idea de Dios está bien, la equiparo al cero de las matemáticas; pero menosprecio los códigos de la religión, sobre todo de los tres monoteísmos: cada día me parecen más absurdos y opresivos. El totalitarismo tiene su génesis en esos códigos que le atribuyen al Ser Supremo un desmedido interés en los actos humanos, y que sólo sirven para engrandecer al sacerdocio y para generar nuevas y más intolerantes utopías. Lo peor del marxismo no es su ateísmo, sino su religiosidad, su sentido teleológico, que justifica, en consecuencia, todas las acciones mediáticas. Pese a toda la retacería decimonónica de que se apropia, y a sus harapos de economía política, el marxismo (incluida su versión leninista) no es más que la última herejía del cristianismo.

Algunos afirman que Dios y la Iglesia son en última instancia una necesidad moral; que ellos nos salvarán del desenfreno. ¿Comparte, desde un punto de vista conservador, la necesidad de ese freno?

Cuando se habla de moral, la mayoría de la gente piensa en el sexo, en la conducta sexual, que inevitablemente relacionan con Dios. A mí me parece que hacer de Dios el guardián de nuestras entrepiernas, como alguna vez he dicho en un artículo, es rebajar la dignidad del ser divino, que suponemos atareado en otros menesteres de mayor alteza. Y suponer que entre humanos la actividad sexual debe reducirse a una acción generativa, a la procreación, es rebajar nuestra condición humana. Los judíos era una nación muy sufrida y en rebeldía contra la manera en que el mundo estaba hecho. Por eso inventaron un Dios que abominaba el placer, a diferencia de los pueblos mediterráneos, que concibieron dioses menos adustos y más licenciosos.

Pero el sexo, no digo el amor, ¿no necesita de las regulaciones de una moralidad?

Sin presumir de libertino contigo, te confieso que cada vez entiendo menos la "fidelidad sexual", que no es idéntica a la lealtad que debe tenerse una pareja o la que se espera entre amigos; pero imponérsela a los hombres, a los varones, es todavía más absurdo. Los hombres somos naturalmente promiscuos, como casi todos los machos del reino animal, y la actividad sexual de cualquier clase —incluidas las orgías y el bestialismo (conste que este último nunca lo he practicado)— son derivaciones naturales de una criatura innovadora.

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