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La cultura occidental tiene un calendario continuo y estricto basado en el olvido. En nuestra tradición, el Leteo. Río mitológico de la desmemoria, marca inalienable de nuestra continuidad. Según esta zona de nuestra historia, el olvido no sería —por así decirlo— un "desperfecto" de la cultura, sino una pieza fundamental de su historia, una clave fundamental para el funcionamiento del sistema. Contra ese "ser olvidadizo" que somos, los recursos de la mnemotécnica serían aquellos por los cuales resurgir del olvido. Un ancla imprescindible para mantenernos en la vida y, sobre todo, para hacernos persistir como seres inolvidables.

La literatura latinoamericana ha sido prodiga —y exagerada— en abordar estos asuntos. En Macondo, el pueblo imaginario de Gabriel García Márquez, una lluvia obliga a sus habitantes a nombrar de nuevo las cosas para que no se diluyan en el agua borradora. En el otro extremo, Jorge Luis Borges nos ha hablado de Funes el memorioso, un individuo al que le es imposible olvidar algo; un suleto que todo lo recuerda y cuyo paisaje mental posee una superpoblación de recuerdos de tal magnitud que lo enloquecen, dado que todo en él es registrado y permanente.

Frente al arte del olvido —a ese infinito chapuzón en el río del Leteo— al que estamos abonados (mientras más informados, más olvidos acumulamos) hay pequeñas rebeliones para mantener y alentar la memoria. No la memoria en el sentido que se le otorga a la nostalgia —pulsión por un mundo pasado que se considera perfecto—, sino la memoria como algo que nos acompaña en nuestra andadura por el mundo; un continuum de nuestro presente. Un atavío necesario para vivir ahora, que es, a fin de cuentas, sobrevivir.

La obra de Maite Díaz posee esta trayectoria invariable. La de hacer persistir la memoria pero no a cualquier precio ni bajo cualquier estrategia. Puede decirse que su trabajo abarca tres grandes universos: la memoria, la simbología y, al mismo tiempo, la experiencia cotidiana. Aunque aquí experiencia no tiene una connotación épica, pero tampoco vulgar. La experiencia, advertía Bataille, es vivir en el límite de lo posible. Una alusión que se dirige a la exploración de las fronteras pero también al deseo de que esa violación de los límites desemboque en algo posible; o lo que es lo mismo: en algo palpable y presente.

He escrito otras veces sobre esta obra en la que el mundo es visto a través de lo femenino pero sin reivindicación, de lo periférico sin victimismo, de lo diferente que no se solaza en su ombligo. A través de simbologías propias de la creación y la sutileza, de la continuidad y los cambios pequeños, apenas perceptibles, que estallan después. Las piezas de Maite Díaz hoy me parecen bombas retardadas. Su significación adquiere su verdadero sentido un tiempo después, se hace fuerte con el paso del tiempo. Esa es tal vez la función de la memoria: un fogonazo allí donde no se espera.

Contra la estrategia concertada del olvido de nuestro mundo contemporáneo, la memoria aparece aquí como una violencia en el centro de la nada, en el núcleo mismo del grado cero de nuestro presente, en el punto central de aquello que está por siempre fuera del pasado para reaparecer en el futuro de ese pasado; esto es: el presente. Insisto en llamar la atención sobre esta apuesta artística. Acerca de la continuidad de algo que, quizá, es la razón última del arte: la construcción de realidades. La construcción del mundo, todo ello dicho con minúscula, porque es en esos ámbitos mínimos donde adquieren toda su intensidad las cosas que perduran.

Iván de la Nuez