www.cubaencuentro.com Viernes, 16 de mayo de 2003

 
Parte 1/3
 
Carta a Genaro Melero
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Longeviejo y beisbolerio sanctiespirituoso Genaro Melero:

Después de todo no te puedes quejar: poca gente puede pichear un siglo entero sin que lo manden a las duchas. Hasta se puede decir que viste el juego completo, y ahora que andamos en extrainnings ya duele menos soltar la pez rubia, devolverle la pelota al ampaya cuchillero y agarrar por la vereda tropical cantando bajito: "Palo mayembe/ me llevan pa' la loma…", fiel a una sabia máxima que puede ser muy útil si uno pretende, como tú, meter buen average y vivir 102 años: "Lo importante no es ganar, sino hacer perder al otro". Así que, bailando el quiribá quiribá, despacito y con saliva, acabas de bajarte del montículo para viajar a Honduras, con gorra visceral, que uno no sabe cómo castiga el indio por allá arriba. En definitiva, todo tiempo pasado fue anterior y hay otro dichito muy inteligente a tener siempre en cuenta: "No te tomes la vida en serio, al fin y al cabo no saldrás vivo de ella".

Pocos, o para decirlo con propiedad, casi ninguno, que es como decir absolutamente casi nadie, pudo ufanarse —que no es una enfermedad de los huesos; no olvidar que un hombre ufano suele ser ligeramente más alto que uno enano— de que en vida le pongan su nombre a un estadio de pelota. Tú has sido una especie de dueño de una instalación deportiva allá en tu natal Jatibonico, esa ciudad de hermosos rascacielos entre el Yayabo y el Cauto, que jamás fundó Diego Velázquez en 1514 —ni posteriormente— pero que le pasó cerca, y cuando un dirigente de ese nivel solamente nos roza, sin hacer control y ayuda, a eso se le llama también tener suerte. Qué más pedirle a la vida, "alamán, alamán cunchévere camina como un chévere mató a su padre", ser pelotero legendario, lanzador reconocido, curralar durante cincuenta añojos en el central azucarero Uruguay —que nos da la ilusión de vivir pegado a la dulzura o trabajar afuera—, vivir un siglo en Jatibonico y que el estadio de la gran ciudad, con sus fulgurantes luces de meón se llame como uno —y no por casualidad— da noventa y nueve papeletas para ser felices. Tener toda una vida para lanzar a home, con calma, reposado, y sin que la soya te afecte la curva o la recta, es una bendición adicional, que evita la tentación de estar fichando para las Grandes Ligas, con los problemas que eso acarrea. Se mete uno en un conflicto de cambiar el cariño de su pueblo por millones de dólares. Teniendo estadio propio, y una población más o menos fija y tranquila, ya se puede controlar eso de la admiración, el reconocimiento y los diplomas que intentan darte los dirigentes. La sangre fría y el cerebelo —que es el fruto del cerebro— calmado y en su sitio. Ya cuando uno abandona sus límites geográficos las cosas comienzan a llamarse de otra manera, y se corren muchos peligros en el mundo exterior, como desconocer que en Holanda, de cada cuatro habitantes, uno es vaca, o que Caín mató a Abel con una molleja de burro.

Llamándote Genaro, lo del burro se acerca un poco, por pariente de aquella mula que despetroncó al tocayo de la frasecita. Tú pareces haber tenido resistencia a todo, a la soya, a los cinco huevos al mes, al sistema irrevocable y a lo equino. Fíjate que no te sacudió del lomo la mula republicana, y el Caballo tampoco pudo hacerlo, a pesar de que la cabalgata ha sido en estampida. Fuiste tú quien decidiste marcharte del terreno, o, en este caso, la muerte, disfrazada de cuarto bate, que te sacó una línea a la altura de una lata de sancocho y ese batazo siempre va que jode buscando yerba de los files, envenenado y a besar la cerca. Parece que vivir así, rodeado del afecto del pueblo, en un lugar sereno como Jatibonico, te permite controlar la cuenta de carreras limpias y disfrutar la interesante evolución del transporte cubano, del fotingo al carretón con penco, pasando por el taxi en área dólar. Si uno que yo conozco bien se llega a enterar que allí en tu tierra se vive hasta tan avanzada edad, muda el campamento para alcanzar esa otra gloriosa meta, y eso sí no hay quién se lo meta, valga la repugnancia.

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