www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
  Parte 4/4
 
Carta al obispo Espada
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Presidiendo aquella Sociedad Económica de Amigos del País, se movió en cuanto carnaval se inventara. Así estuvo implicado en todas estas movidas: la creación de la Escuela Náutica de Regla —que para eso era un pueblo ultramarino—, el Jardín Botánico de La Habana, la Escuela de Agricultura, la Escuela de Pintura de San Alejandro y hasta la Escuela de Parteras de Paula, que no eran mujeres que partían hacia ninguna parte, o que le partían cualquier cosa a cualquiera, sino comadronas literales, al pie de la letra y del cañón, para que vinieran habaneros capacitados a engrandecer el siglo. Era usted un tremendo espadachín, moviendo la Espada a cada momento, y para que la gente, que es como se le dice a veces al pueblo, se beneficiara de los logros, no para poner en una vitrina y que los zanguangos mundiales se tragaran la turca.

Entonces llegó La Pepa a cubita. Esa Constitución de San José, la de 1812 puso candela viva en los cerebros insulares. Les metió insulina de ilustración. Si no hubiera tenido, el señor Obispo, un cerebelo talla extra, hubiera quedado en esa, y de Secretario General de la CTC no pasaba, hecho un bonsái en maceta de plástico. Pero usted pintaba, aplatanado, no precisamente para fongo o manzano, sino para secuoya injertada en siguaraya, y esa sombra es de Madison Square Garden y no de estadio de Güira de Macurijes. En 1814 lo eligieron diputado a las Cortes, que cuando aquello era un cargo reputado. Quiero decir que un diputado no era tarugo ni extra, ni iba a las reuniones contratado para hacer bulto. Pero fue demasiado tarde, porque los Napoleones habían salido echando un patín tortológico, y Fernando VII recurvó con una mala hostia tremenda. Tanto, que comenzó una persecución horrible a los liberales patriotas, que tuvieron que volverse partiotas y juír, y también cogieron leña los sospechosos de afrancesamiento. Los media lengua callaron, y era mortal arrastrar la erre. No sé qué hubiera arrastrado el pobre Alejo Carpentier en esos años. Tal vez su vergüenza o algo así. Usted pasó uno de sus primeros sustos, que no hay que estar escarbando mucho en las constituciones cuando constituyen supuestamente un delito y provocan que el cascarrabias que manda se encolerice y se le inflamen las barbas de su vecino arder. Suerte que en 1820 las cosas cogieron su nivel y allí siguió tocándole los cordones al tigre. Y hasta fundó la Cátedra de Constitución, y encontró al hombre perfecto para llevarla: Félix Varela y Morales. Y mire usted que, ciento y pico de años más tarde, mezclar Varela con Constitución da un calabozo de película.

La gasolina le dio unos años más, yendo a lo útil y a lo preciso, sin desgastarse en tribunas por muy abiertas que parezcan. Y así llegó usted al 19 de mayo de 1828, sin desmayos, solemnizando El Templete, que era una alusión jorocona al árbol de Guernica y todas las libertades a las que su sombra alude. Todo un monumento contra el absolutismo. Ya eso tocó narices en Madrid, y se reabrió una vieja orden de expulsión o destierro, y entre pitos y flautas, se nos apoplejió dos años después, en mayo del 30. Estuvo casi en estado lechal hasta las tres de la tarde del 13 de agosto de 1832. Y le repitió el ataque que se lo llevó en la golilla. Pero no fue, como alguno puede creer, por el nacimiento de otro Fernandito en la Isla, que sería el mismo día, pero faltaba tiempo para ello.

Fue, de seguro, rabia en el tablero, acumulación de resabios, encajonamientos mal masticados. Todo eso sin haber visto la construcción de Alamar. Y se nos escampó de entre las manos. Por algo, el de la calle Paula, pedía que volviera usted alguna vez, o alguien con su claridad y buen corazón. Con un arma y apellido similar. Tal vez almado de paciencia más que de espada, que en la cárcel de Boniato no reparten insecticidas, y la ilustración se la pasan por los ilustres.

Metido de lleno en el obispero

Ramón

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