www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
Parte 3/3
 
Carta a George Orwell
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

No quiero ponerme aquí sopenco o solemne y hacer todo un trastado sobre el origen del llanto del perico, si es filosófico o fisiológico; para como estaban las cosas, sospecho que era encarbonamiento general electric. Pero, volvamos a mi granja particularmente estatal, que está tal como al principio, o quizá peor, más emporcada que nunca, no es lo mismo que el cerdo dé al pecho a que abunde la carne de puerco. En esa sutil diferencia gastronómica, la parrilla parrillicida que manga, reforzó cercas, y tuvo la cerdeza de que, manteniendo a los animales domésticos entusiasmados con un nuevo cultivo, si no se avanzaba, al menos nadie se daría cuenta de los retrocesos del seso. Entonces, heroicos, estoicos y decivivos, rompimos la lacra del monocultivo —ya llegaría después la licra de los monos— para variar los surcos. Junto a la cosecha de los tradicionales tabaco, ron, alegría y caña de azúcar, le metimos mano a un nuevo matojo: la esperanza, y esa demora muchísimo en dar frutos, o enraíza lenta como paternidad de marinero. Y en la mayoría de las ocasiones se jeringa a mitad de temporada, dejándonos con un yerbero moderno y una hojarasca que no sirve ni para menú de chivos expiatorios. Y en esa fiebre porcina, esperanzándonos de hierbajos inútiles, verdes como las palmas de las manos, la pocilga se hizo armada inmóvil. Por un buen día el puercazo mayórico, que no es puerco al mayoreo, vio que la granja olía a granjo rancio y les preguntó a todos y cada uno de los bichos carnéricos sin carne y con carné: "Bicho, bicho malévolo al que no tengo mucha confianza: ¿quieres que vuelva el señor Jones, explotador y malo malo o te quedas con el sistemático sistema? ¿Queres o no queres?". Y los pobres animalios, que de tan poco pienso casi ni existen descartados, al unísono tembloroso, individual y observadios, dijeron: "Chí, quero".Y el chiquero quedó, chiquito y estrecho, pero santificado con el sancocho de la mano alimentaria del Jefe.

Como yo vide antes que la laguna se secaba, esparté la mula, porque si continuaba en el surco jamás iba a surcar, porque en la granjita —no olvidar que todo empezó en una granjita indocubana— las cosas son eternas, sobre todo las malas, y en lo que el palo va y viene, se nos cae la dentadura del proletariado. Y ahora que digo eso de "en lo que el palo va y viene", me doy cuenta de que metí para Australia, que era una isla convertida en continente donde la gente no se inhibe. Lo digo por ese palo que viaja y retorna y que allá se llama boomerang, en ese inglés de asombro que tienen los australianos pitecos que todo parecen decirlo con doble O. Viven cerca de Rangoon, se van para Hollywood, hacen boom y zoom. Mi mente inmadura recuerda aquellos cortes australianos que implantó el chancho grande de allá donde vivía, y que consistía en quemarlo todo, específicamente la caña, con lo que la Isla terminó sin mucho azúcar, pero con el pellejo ardiendo y el porvenir bastante chamuscado. Y Australia me viene también por lo granjístico y zoológico, y comprendo que el cubano es bastante más australiano que americano, porque vive como los cangoroos —no olvidar el inglés de asombro perpetuo— dando saltos para sobrevivir, y con la bolsa o jaba adosada al puerco del delito.

Mire todo lo que me ha provocado su centenario. A mí, el centeno, es que me provoca y me deja seca la boca. Por eso me quité de su cardo cultivo y hasta de la cebada, por el palo encebado —no el que va y viene, sino el que se queda— que resultaba ser también el islote, y por la mucha cerdura que me invadía en la ceba. He sentido en cuero propio lo que da ser jorocón y molesto, como lo fue usted para diestras y siniestras. No llegué a imitarlo rodando por la Francia y la Ingle de tierra para luego escribir una memoria de clochard o vagabundia, como ese libro suyo que se titula Sin blanca en París y Londres, porque yo tuve cierta blanca que se llama Magdalena ayudándome a blanquearme en Canarias y Barcelona, aunque también la rozamos el estropicio. Por eso le confieso que se me metió, entre pecho y espalda, esa reflexión que hizo sobre las sociedades que cultivaban también la incómoda esperanza: "el colectivismo no es inherentemente democrático, que otorga a una minoría tiránica poderes tales que los inquisidores españoles jamás soñaron poseer". Porque, de todo lo otro, incluso cuando sobreviví al Gran Ojo que nos sigue persiguiendo sin descanso, rebasado ya el año maldito de 1984 y su profecía intemporal, me quedo con esa frase y con esta otra que soltó ya en el pico de la piragua, herido de tuberculosis: "La libertad es el derecho de decir a la gente lo que la gente no quiere oír".

Algo parecido dijo también mi abuela sin leer nada suyo: "A palabras recias, oídos cerdos", que algunos animales son más iguales que otros. Los que escriben epístolas de pistoleros. Yo, cada vez que escucho hablar de pistolas, saco la cultura.

Desanimalizándose profundamente

Ramón

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