www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
Parte 1/4
 
Carta a Valeriano Weyler
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Reconcentrista y mallorquín menor Valeriano Weyler Nicolau, Marqués de Tenerife:

Ante todo, me gustaría descargar pechuga y gaznate para no llegar al gaznatón. Era usted un revulsivo concupiscente, un chivichorri, un huelemelchoncho, un mascachapa, un rascabrisca, un cerúleo arrastrapanza, un monino revientapercheros, un bururú, un sainete tumbantonio, un lamebolsas del imperio, un tocineta, un pirulí lambeao, un cucharón de escusado, un recontraretruécano, un tragatuercas y un gordito
Weyler
mezquino, tacaño, de bajo estatuto y repleto de pondecoraciones. En fin, un hálamelapuercapalahamaca. Carne'e perro, socarrón, bigotudo y autoritario. Ramplón y de la mafia de Madríz. Y tras esta andanada, acorde a los tiempos que corren los cien metros con valla de gallo, ya me voy sintiendo más reconcentrado y reposado, como para decirle todo lo que he acumulado entre techo y espada, desde que ardió mi pueblo natalio, y usted viéralo de lejos junto al Conde de Valmaseda, siendo teniente coronel con ganas de estirar el escalafón, y oriélalo más tarde, convertido en polvo enamorado, llegando a brigadier. Y para que no me quede nalga por dentro, cierro este párrafo poco diplomático y exabruptario, con otro par de lindeces soeces: chopo hervío, rascanabo y terulere. Ahora sí me siento en la postrona, escupo bajito y le puedo partir las patas al pinto de la pablona.

Toda esta sarna de calificativos descalificantes acudían a mi mente pútrida y rebosada, cada vez que bajaba yo desde mi casa al centro, en aquella tierra canaria, Santa Cruz de Tenerife, una de las siete Islas en el Gofio, posadas mansamente en el Atlántico, como papas arrugadas. ¿Qué hacía en el Atlántico un Pacífico como yo? Fácil: evitar ser el Índico, o terminar de Mar Muerto, porque de Rojo no me quedaban ni las algas. Allí, en plena cáscara de tubérculo, entre un conejo al salmorejo y un quesito de cabra, es decir, en el corazón de la capital chicharrera, una plaza con su nombre me intrigaba y me hacía subir la bilirrubina bajo el aire infecto de sus mandanzas militares.

Pasé por alto el dato de que nació, bajito y agarrado, enjuto y castrense, hiperbólico y medallero, en una palma, que en aquel entonces era Palma de Mallorca y lo seguiría siendo —mallorquín de mayoreo, a pesar de que, en viéndole el esqueleto menguado, luciera usted menorquín—, un día de un mes del año 1836, con padre médico del ejército, así que casi le parieron con el sable en la mano, lo que hizo que nadie se sorprendiera cuando le dio por la vida de campamento, y abrazara la carrera militar. Creo que fue de los pocos abrazos que dio, porque según cuentan, era usted de un ahorro rayano en la cicatería, que pienso evitaba expresiones y emociones para no sudar la camiseta, y de ese morbo, que es como decir de esa madera, evitar el gasto en tintorería. Así y todo, suave y sin derrochar esfuerzos, pero con tesón y tizón, ya era a los veinte años teniente graduado de la escuela de infantería de Toledo, y ya se sabe que en esos pagos se hace un excelente acero, y se forja el carácter de ñapa, con aspiraciones a cabroncete inoxidable. Esas dos condiciones, militar de carrera y roñoso —avariento— verrugo, le darían ese no sé qué que precisan los miserables para creerse grandes hombres ante la vista pública de tanto pazguato que nos inunda. Los hay que son militares a la carrera, y otros que se desfogan dando carreras para militar, sobre todo en el bando o partido que más jugo les dé. Pero dejemos estos infolios insólitos y pongamos el chicharrón en el caldero. Como me queda rascacio en buche, allá voy al degüello nuevamente: era usted, además, un machimbrao, un pichuriento, un mojaguanaja, un aconcaguo jicoteo y un chinchilín pototero. Já.

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