www.cubaencuentro.com Viernes, 18 de julio de 2003

 
Parte 2/3
 
Carta a la lata de leche condensada
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

No imaginas la caída de cóccix que me di al enterarme que casi te había descubierto Napoleón, antes de convertirse en brandy (tan famoso como el Marlon Brandy o el Brandys de Salas) y luego hacerse como que Cognac (¿de su madre?) a dieciséis euros prisioneros del imperio (¿austrohúngaro?). Cuentan los que saben que todo sucedió por la necesidad, que es la madre de los inventarios. El Napo viajaba constantemente de un lado para otro, en su afán de consolidar su improperio (hay otros dos, uno en el Vaticano y otro en La Habana, que también le han cogido el gusto al movimiento, pero estos hacen lo mismo con otro verbo: viejean. Y el cubano no parece tal: no se decide a quedarse en otro país, como ya es norma entre nosotros). Para ello necesitaba, con urgencia, conservar el lácteo, tal vez para la mala leche que se mandaba, y que en el siglo XIX era ofrecida por las vacas con demasiadas bacterias. Ocurrió entonces que Bonaparte sugirió, apremió, manduvo, ordeñó a los de su impedimenta (que cargaban las bacterías de cañones) hallar la puñetera fórmula para no estar comiendo tanto queso con la lechita cortada. Pero no fue esa la que ha llegado a nuestros días (realmente ya aparece poca gente sobándose la barriga como el Napo), sino una que inventó en 1852 el ciudadano norteamericano Gale Borden, y que vino a patentar cuatro años más tarde, ya enlatada, con la vasija cerrada y repleta hasta el borden. Con ese hallazgo tan tardío se fuñó el corso —que también tenía patente de ídem— pero se salvaron nuestras felices fuerzas independentistas. Así, el glorioso Ejército Libertador pudo coger mambises bajitos y hacer la guerra contra España, bien apertrechada de leche condensada. Claro que hubo zonas donde, como ahora, no llegaba el género —hablo de la lechita, cayucos— y por eso tuvieron que conformarse allí con ingerir la energética canchánchara. Pero sigo con el inventor: dice la feliz noticia que el tal Gale (¿al que no te dio?) buscó un producto derivado de la leche que se conservara y fuera portátil, porque —ya lo dije yo antes— en ese siglo XIX el consumo de ese líquido vacuo era algo arriesgado. Y ha vuelto a serlo, sí señor. Cuando alguien consume leche después de los siete años ya en Cuba lo están mirando con sospecha, aunque usted jure que lo que bebe es leche de amnesia, la que se receta para la barriga. Sospecho que de portátil se hizo luego retráctil.

Otro dato imprescindible, si queremos llegar a entender el cariño que te tiene nuestro pueblo invitro y vectorioso, es este: "Tanto la leche condensada como la leche evaporada se clasifican como leches concentradas, aquellas que han sido privadas parcialmente de su contenido de agua". Y ya con eso, mi cerebro herniado y con propensión a la carrera de obstáculos, agarra impulso, toma entre sus viriles manos la pértiga y salta sin vértigo cualquier muro por muy berlín que se lo pongan delante. Me pregunto, me razono, me sazono y no me explico tu desaparición física en combate si estás en el lugar perfecto para las concentraciones. En Cubita se concentra todo: desde el poder hasta las masas inmovilizadas para descargas, hartos solemnes, batallitas, marcias del pueblo con batientes, discurros políticos, trovas, trabas y recibimientos de tribus. Y da la recontra panochera casualidad que no sólo resultamos una innegable potencia en concentraciones (la de Weyler fue un pequeño ensayo), sino que a la hora de privarte de algo, somos la monda. Fíjate que no abundio en lo de clasificar, que ahí hay luenga herpesriencia. Así que más concentrada y privada —aunque sea de agua— la Isla es el vórtice, el cintio perfecto y prefecto. Me duele no entender tamaña contradicción, aunque me hace feliz conocer, por fin, que no eran vacas especiales las que ofertaban este tipo de líquido. Y soy feliz sabiendo también que en mi país se sigue fabricando el otro modelo. Todos me informan que allí la leche sigue evaporada.

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