www.cubaencuentro.com Martes, 07 de octubre de 2003

 
  Parte 1/2
 
Yo, el mejor de todos
El gobierno cubano inaugura el más relevante y asombroso aporte de que tiene noticias el planeta: la difícil empresa de enseñar sin un profesor en el aula.
por JOSé H. FERNáNDEZ, La Habana
 

El mundo debiera aprender la lección de una vez y por todas. Somos como las lombrices: cuando nuestros errores —también llamados patrañas del enemigo— nos parten por el medio, no consiguen sino duplicar nuestras fuerzas. Y es que hemos hecho cátedra en eso de convertir la argamasa en hormigón.

Mando a distancia

Ahora mismo estamos provocando la envidia de los países más desarrollados con una inédita y profunda revolución en los sistemas de enseñanza. Entre todas las naciones, grandes o pequeñas, ricas o pobres, nos levantamos con el uno en el campo de la educación. Y a ver quién es el guapo que viene a desmentirnos. Que para eso manejamos como manejamos los números, y además mantenemos bajo absoluto control las estadísticas.

Nadie podría creer que hace apenas dos años nos vimos con la soga al cuello, sin maestros, sin respuestas ni pretextos para detener su éxodo masivo de las escuelas, y lo peor, sin tiempo para formar sustitutos con todas las de la ley. Buena nos la habían hecho los malagradecidos. Y todo porque, según ellos, los obligamos a trabajar como mulos y les pagamos como a peones de caballeriza, sin derecho a réplica.

Pero no por gusto tenemos esa luz que alumbra. Y de nuevo esa luz nos indicó el camino. Si no hay maestros, dijo, pues habrá que inventarlos. Y fue suficiente para que en menos de lo que el diablo se rasca la pajarilla, empezáramos a entregar títulos de Maestros Generales Integrales, una novedosa categoría que se da silvestre y al montón, como el marabú, la flor de muerto o el guisaso revientacaballo.

Cierto es que estos pobres graduados son niños, no más instruidos ni experimentados ni maduros que sus propios alumnos. Pero tampoco es mentira que hemos protagonizado la hazaña temeraria de levantarlos del pupitre y situarlos al frente de la clase, luego de indicarles —más o menos— por dónde van los tiros. Y todo en el tiempo récord de un año.

Es que el enemigo no nos dejó alternativas. Si los maestros competentes levantan el pie de sus aulas, y si en los institutos pedagógicos del país hay que esperar durante cinco años por los graduados, que al final terminan especializados en impartir una sola asignatura, ¿qué otra cosa podíamos hacer?, ¿cerrar las escuelas? No, señor, nada de eso. En tiempos de tempestad cualquier agujero es puerto. Y la orden fue clara. Que crecieran, como por milagro, las plantillas de educadores. Y que por cada baja entre los de verdad, fuéramos capaces de fabricar —en serie— diez, quince, treinta emergentes, que es como nos gusta llamarles, por aquello de que las emergencias lo perdonan todo.

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