www.cubaencuentro.com Lunes, 02 de febrero de 2004

 
Parte 1/3
 
Carta a Éufrates del Valle
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Eximio, gustoso, labiador y nunca bien ponderado Éufrates del Valle:

El mundo avanza. La vida pasa. El hombre se crece. La economía se recupera. El Carpintero Real se extingue. Y por si no hubiera suficiente contaminación, sigue latente aquello de "Volverán las oscuras golondrinas...", que son entes idiotas, de los que olvidan pronto y regresan. Moros y Cristianos siguen fajaos fuera de la cazuela.

G. Pinelli
Germán Pinelli en el papel de Éufrates del Valle.

Y el papel, oh paupérrimo universo de irresolutas contradicciones, sigue siendo muy caro. Y eso que es pulpa. Que ese trozo vegetal-animal-mineral de blancos destellos, pesadilla de escritores y periodistas cuando no cambia su albor, llamado papel, hoja, folio, cuartilla, es pura pulpa, chivo aplastado, cáñamo atormentado, materia orgánica procesada. Para que luego nos sigan echando la pulpa de lo que trae escrito. Lo más pulposo, creo yo, es lo que se deja de escribir. O como se escribe lo que se debiera hacer de otra forma.

Ya sé que suena a disparate esto de dirigirme a un personaje de ficción, nacido de las entrañas cerebrales de Carballido Rey. Pero, como anda el mundo en general y la isleta en particular —que se moja como las demás aunque la gente no se entere— es usted para mí mucho más real que muchos otros personajes del oficio —¿el Santo Oficio?— que parecen de micción sin afición. Por eso lo sustraigo, lo elevo, lo enviruto como un paradigma, lo alzo, lo blando como algo glande, lo anillo en mis comparaciones, lo altarizo, lo aramizo, lo convoco y casi lo endioso.

En fin, que le saco del bodrio local que fue San Nicolás del Peladero, en el término Municipal de Guamuta, y lo nacionalizo, si con ese acto se entiende que lo ensancho a toda la geografía insular en vez de desaparecerlo por decomiso. Dejemos pues al brutal alcalde rural Plutarco Tuero, a la centuria amarilla del Sargento Arencibia, y analicemos su oficio sin orificio.

Mire usted, remedo caricaturesco del genial Fontanills, que le siento cada día más cercano en la palabra untosa, en la parábola diestra, en el mohín cobardito y en el panegírico apasionado; cabeceando, jugando maldad, genuflexo, mientras en apariencia se daba golpes de techo, haciéndose el bobo y en abierto guabineo o guataquería, todo lo que hacía usted supuestamente por el bien de la prensa, prensando de motu propio, por el moropo personal, y esa masa encefálica que ardíale bajo la raya al medio.

Esta identificación —como es de mí hacia usted, le digo de ese modo; que si fuera de otros hacia mí se llamaría "identifíkiti"— con su personaje me viene de muy miño, en que, viéndole en blanco y negro, aquellos jueves en la televisión, como que comencé a fascinarme por su labor. Y le confieso que para mí el periodismo ha sido como las enfermedades pisiquiátricas: las he ejercido sin estudiar. Pongamos, por ejemplo, la misma esquizofrenia. Me quedaba tan bien que todos sospechaban que estaba diplomado, y no pura ejecución improvisada.

En la paranoia, que he practicado con menos éxito pero con mayor duración, le confieso también mi abnegada falta de estudios superiores; fui incorporándola en la pudibundez cotidiana, fruto de la serena observación, como hice con el reportaje al pie de la orca —biología marina— y las crónicas, que al principio eran muy marcianas por el polvete rojo del medio ambiente.

Se dará cuenta, siendo usted tan suspicaz, sagaz, perspicaz, montaraz, torcaz, mendaz, procaz en su ilustrez, mi inclinación por esa profesión que los más veteranos afirmaban no se estudiaba en ningún antro docente, sino que se aprendía a pie de obra, sobre el charco de changre de las víctimas, hurgando, indagando, atosigando, escarbando, observandio cabrera y muy moreno la terrible realidad, afinando el ojo de halcón bate corred, mojando la punta del lápiz en el rocío; y en la modernidad, a golpe de bejuco, faxes, e-mailes, cartujas, fotos, micrófonos ocultos, vecinos carroñeros, fuentes ocultas y visibles, chivatos en plantilla, informantes anónimos y  anodinos.

Haciendo, en fin, lo lógico de la ilógica, que es llegar al corazón de la verdad o a su ventrílocuo derecho, a la semilla del mango mangüé, a la raíz, duélale a quien le duela, cáigale quien le caiga, joróbese quien se jorobe. Sin complacencias, como todo indica fue el periodismo en sus inicios, desde que el hombre despertó, y el dinosaurio seguía allí, y él se fue a repostar la noticia. Si se hubiera puesto a comer catibía complaciendo al director del pleistoceno, jamás nos habríamos enterado de la existencia de tan desmesurados animales, y ante la evidencia de un enorme hueso desenterrado, no sabríamos si era una broma de la naturaleza o un fleje de nave vikinga.

Con esto pretendo decirle que la profesión ya no es la de antes. Eso sí, con mucha sutileza, para que no se sienta completamente culpable, aunque creo recordar que fue usted el primer mal ejemplo de ello. Pienso yo, en esta ingenuidad que Dios me dio de bulto para luego administrarla a buchitos, que su ejemplo fue calando muy hondo en los infantiles espectadores de entonces —que de tanto espectar o expectorar, crecieron sin expectativas— carcomiéndoles la moral, permeando su noción de lo que podía ser el verdadero gajo del oficio, convirtiéndolo de oficio en ofidio, mermando su mamancia con mermelada oficial, ensorbetiendo sus sesos en el guarapo de la complacencia, macerando su maderamen, moderando su noción nacional, menstruando sus reglas de afiliarse afinados en la verdad pura y dura, hasta llegar a ser desfachatadas fachadas, vulgares anunciantes de feria. Una Feria feroz que nos fiere.

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