www.cubaencuentro.com Martes, 30 de marzo de 2004

 
Parte 1/4
 
Carta a Enrique Jorrín
por RAMóN FERNáNDEZ LARREA, Barcelona
 

Chachachoso, violínico y sonriente Enrique Jorrín:

Debe ser que tengo los leucocitos revueltos y la giardia en alto. Cuando uno padece esa guerra civil interior, entre glóbulos blancos, glóbulos rojos te compraré y mencheviques dispersos, brotan unas ideas alongadas, no homologadas, tipo arepas, cilíndricas y narrativas, como de Cilindro Villaverde, el autor muy redondo, prohibido, que escribiera de un tirón anti cederista aquella memorable diatriba titulada Se exilia Valdés.

Jorrin

Cuando se sufren esos desplaces de placas y estos despieces de glándulas, el cerebelo se pone Trompoloco, languidece en longana como Longina, y le busca las cinco matas al gaito, o las cinco gatas al pato. No sé ni lo que digo, así que pudiera entonar trova nueva y me harán crecimiento para la Nueva Trova. Tal vez lo que necesiten mis leucocitos en disloque sea un crecimiento. Cualquier alongamiento es útil, si es en el seso. La masilla fundamental de nuestra obra es la cerámica.

Alarmado por esa situación límite —los leucocitos rebelados, ¿o eran revelados?—, pensé decirle directamente todo en los pasillos de allá arriba, porque sentí que con esta infección bronquial había yo terminado —y para expresarlo picuísimo como acabo de leer— "mi trayectoria terrenal". Entonces recordé que no, que esa trayectoria terrera la había cortado mucho antes, cuando rompí toda barrera —de barro, está claro— y me escapé del surco.

Lo hice con profunda convicción martiana —¿martiana grajales?— explicándole, una tarde, a la responsable de reclutar posibles campesinos vocacionales, guajiros de asfalto dispuestos a practicar el agricolaje, que yo apoyaba de todo corazón al pobre Abdala —a quien parece que presionaban para que hiciera lo mismo en la campiña— cuando dijo que "el amor, madre, a la patria, no es el amor ridículo a la tierra". Porque, querido y sonriente Enrique, tierra, lo que se llama tierra en castellano de Bolondrón, la de las macetas, y eso, por un reflejo pavloviano que obedece a aquel cántico esperpéntico de "Malanguitas en el agua, no, no, no". Y ya me han vuelto a traicionar los leucocitos.

Cancelado temporalmente el viaje definitivo, donde podía encontrarle dándose violín en los pasillos celestiales, y como soy de los que tienen, a esta hartura del partido, acceso denegado a ciertos paraísos fiscales como el de la Isla —no vea usted cómo se divierten allí los fiscales desde hace 45 años— por ser, y leucocito textualmente "de aquellos de excepcional, repugnante o dañina actividad contra la nación", dispongo tomo y folio para escribirle cuatro cosas.

Yo ya no tomo, y apenas folio, pero creo que usted recompensará mi esfuerzo decisivo. Lo hago con risa, muerto de la prisa, porque es cosa sabida que "los marcianos llegaron ya", y la opinión unánime afirma que llegaron bailando el ritmo de lo que usted inventó, allá, en los albores albinos de la década del cincuenta. Y sobre ello tengo una molestísima certeza hatuey, que es como decir incendiaria o incendiada. No sé si perfilada o de perfil, por aquello de que una certeza bien fría debiera ir siempre acompañada por un perfil de puerco asado.

Dejémonos en la jaula y adentrémonos en la selva. Tengo entre mis temblorosas falanges un dato escalofriante: usted nació en Candelaria, esa zona de Pinar del Río muy femenina ella, el 25 de diciembre de 1926, navideño y ciclónico, y a muy tierna edad lo trasladaron, con familia y violín incluidos, para el Cerro, por algún asunto de cerrajería. No olvidar lo que proclamaba el anunciante Arsenio Rodríguez cuando decía, misterioso y ciego de júbilo, que "el Cerro tiene la llave".

1. Inicio
2. Así que usted llavió...
3. Los racionalizadores...
4. Nadie niega lo espléndido...
   
 
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